La Malontina, con alma de bistró

Está en una calle tranquila del barrio de las Letras, justo detrás del Caixa Forum, ese centro cultural de espectacular jardín vertical en pleno Paseo del Prado. A pesar de lo céntrico que resulta, hay sosiego en la zona, sin duda por el escaso tráfico existente, fruto de las ordenanzas municipales en Madrid Central. Se agradece la calma, la misma que impera de puertas para adentro en este recoleto local con alma de bistró que desde hace 17 años dirige Pablo Fernández-Acero. Él es quien manda en la cocina, pero también el que coge las comandas, el que te aconseja un vino o te cuenta el cómo y el porqué de un plato. Es sin duda su mejor relaciones públicas.

Cuando lo inauguró en octubre de 2003, lo hizo con otro nombre, La Tragantúa, pero hace dos años decidió cambiarlo al actual La Malontina, que no es sino un apelativo cariñoso y familiar que utilizan en su tierra, Asturias. Le va bien el nombre a este pequeño restaurante de tan sólo ocho mesas, donde se respira familiaridad. La hay desde el principio, incluso en el propio local, sencillo pero con encanto, que recuerda a esas casas de comidas de siempre donde saben lo que te gusta y te llaman por tu nombre.

La cocina también es un poco así, en algunos casos casera, en otros más urbanita, pero no deja nunca de lado la intención de ser grata, eso que los anglosajones llaman con acierto confort food. Enlaza perfectamente con lo que se entiende por un bistró porque, condición sine qua non, tiene un menú del día que cambia según mercado, siempre tarifado a 15,50 euros.

Carta viajada

Pablo diseña la carta en base a la temporada, lo que en ese momento esté mejor en el mercado. Por eso junto a los platos fijos se unen las distintas sugerencias diarias, que conviene pedir.

Todo bascula aquí entre la tradición, el producto y las influencias y gustos personales del patrón. Por eso las propuestas reflejan un claro eclecticismo culinario, que es un poco lo mismo que te puede pasar cuando vas a cenar a casa de un amigo viajado al que le gusta cocinar. Eso quiere decir que igual te puedes comer unas potentes croquetas de sobrasada, que una brandada de bacalao al estilo de Pablo (más un puré que una mousse), que prepara con ajo asado y con miel. O quizás unos apetecibles mejillones al estilo thai, con salsa de coco y lima, que pican lo justo y necesario.

Las alcachofas confitadas sobre humus son un clásico de la casa, como lo son los guisos diarios, sea una crema de zanahorias, unos garbanzos con bacalao o la recomendable clam chowder, la típica y famosa sopa de almejas de la costa este de EEUU, tan difícil de comer por estos pagos. A Pablo le sale estupenda.

Hay más cosas. Por ejemplo, queso majorero a la plancha con mojo rojo, o los dim sum fritos con chile dulce, de pasta muy fina, sutil, que van rellenos de carne de cerdo.

Con los segundos también encontramos toques foráneos. Pueden ser asiáticos (el pollo a la tailandesa, el wok de lomo salteado con boletus, el pollo a la vietnamita…) o morunos (ahí están los filetes rusos a la turca) pero no deja de lado la comida española tradicional. Por eso podemos probar desde un rossejat a un bacalao confitado con morcilla y revolconas, un arroz cremoso a la asturiana o un secreto de cerdo ibérico a las finas hierbas. Mezcla y fusión de ingredientes y cocinas, con una base española y el estilo propio y libre de su propietario, que llega hasta los postres, con su propuesta más aplaudida: tarta de queso con chocolate blanco y mangaroca de coco, la conocida bebida brasileña.

La carta de vinos cumple las expectativas. Como el servicio, cercano y amable.