Sa Brisa, Ibiza abierta al mundo

El matrimonio formado por Esther Bonet y Pere Vendrell se vino desde Ibiza hasta Madrid en el verano de 2018. Entonces todavía tenían en la capital ibicenca el Sa Brisa que les dio a conocer en la restauración balear, y desde el que comenzaron una andadura profesional y personal que les ha llevado a cambiar por completo su vida.

Casualmente, un mes antes de que se iniciara el confinamiento cerraron el local ibicenco y se instalaron definitivamente en Madrid porque, nos cuenta Esther, es difícil conciliar la vida familiar con dos negocios abiertos simultáneamente, con el padre y las niñas en las Baleares y la madre a más de 500 kms de distancia. Así que aquí se plantaron, con enormes dosis de ilusión. Están contentos; les ha ido bien. Tanto que hace escasamente un mes inauguraban, justo al lado, Can Bonet, un restaurante tradicional catalán (a fin de cuentas, ellos son de Lleida).

Sa Brisa representa una apuesta personal. Es su forma de entender la cocina mediterránea, con los productos característicos de las Baleares, en particular la isla ibicenca, pero pasados por el tamiz de su visión, la de Esther y Pere, dos entusiastas a quienes gusta disfrutar de la gastronomía. Por eso son ellos los que marcan la línea culinaria.

Producto y tradición

En la carta –bastante larga para lo que suele ser habitual- se ve desde el principio cómo el menú nos sitúa dónde estamos. Por eso es interesante pedir el paté de conejo con pan xeixa (un trigo autóctono balear), un pan que les preparan ad hoc en Panem –excelente panadería del barrio de Retiro-. Está estupendo, con ese punto de rusticidad que le hace tan auténtico. Algo similar ocurre con la sobrasada de porc nergre, qué buena, que sirven con un chorrito de miel.

Las croquetas llevan ingredientes infrecuentes como la coliflor, la costilla de cerdo negro o el bullit de peix. Nuestras preferidas son estas últimas, las más conseguidas, que preparan con el tradicional guiso marinero típico en toda la costa mediterránea. Pero las propuestas son muchas a la hora de elegir, y no está de más dejarse guiar por las recomendaciones de Esther. Y con ellas el tartar de negrito –un pez de roca-, pescado de agradable textura aunque más bien soso, que para dotar de mayor gracia aliñan con chile jalapeño, cilantro y huevas de tobiko.

Las presentaciones de los platos son uno de sus puntos fuertes, con vajillas originales y estudiadas. Como en el taco de gamba, donde la lechuga ejerce el papel del pan, a modo de sam, o en el hot dog de calamar: en un pan entre brioche y bao, juegan con el comensal (play food, tendencia de los últimos años) con un símil de salchicha, en realidad calamar en rulo. Lo acompañan con mahonesa de lima y kimchi y virutas de katsuobushi (atún japonés). Un bocado singular y sabroso.

Conviene no pasar por alto algún guiso más tradicional como el bullit de peix, que versionan con ciertos toques actuales. Por eso el lomo de cabracho lleva una base de alioli y sirven aparte un arroz en llauna (lata rectangular donde se cocina) que se ha terminado con un fondo del propio bullit. Un plato de acusado sabor a mar, concentrado, incluso un tanto sabroso.

Con los postres uno muy típico mallorquín, el flaó de queso, que llevan a la mesa con un helado de hierbas ibicencas, el licor más típico de la isla. El local es muy agradable y se complementa con una pequeña terraza urbana, ahora que tanto se demandan. El servicio y la bodega acompañan.