François Rabelais no estaba hecho para la vida monacal. Tras pasar los primeros años de su vida estudiando bajo la protección de la Iglesia, pronto comprendió que las restricciones religiosas no iban con su carácter, más dado a disfrutar de los placeres de la carne que de las frías estancias de los copistas. En 1528 decidió dejar los hábitos y estudiar Medicina, poco tiempo después contraía matrimonio y tenía dos hijos.
Su fama como estudioso y médico se extendió por Francia y dando clases en grandes universidades y recibiendo el apoyo de importantes nobles. Era un personaje de un gran prestigio… pero en el fondo de su corazón humanista, Rabelais disfrutaba con la sátira y el humor más arriesgado de época. De hecho, el autor francés comenzó a escribir una pequeña novela pensada para animar a sus pacientes: Pantagruel, basada en una conocida historia popular sobre el gigante Gargantúa.
Rabelais, para no arruinar su reputación, publicó este libro bajo seudónimo: Alcofribas Nasier -un anagrama de su propio nombre-, logrando un gran éxito. En él narra el nacimiento y primeras aventuras del hijo del gigante Gargantúa, cuando este contaba con 484 años de edad. Pantagruel no es un nombre al azar: era el de un pequeño demonio dedicado a echar sal en la boca de los borrachos dormidos para darles sed.
El libro se inicia con un prólogo del autor en el que ya anuncia sus intenciones, abriéndose con una dedicatoria: ¡Ilustres bebedores! que ya marca el tono de la narración. El olor del vino, sobre todo si es riente y saltante, es mucho más celestial que el del aceite. Esa es la idea: divertir a través de los numerosos excesos de todos los protagonistas.
Y es que a través de las páginas no hacemos otra cosa que encontrar referencias a grandes banquetes y comidas deliciosas de la época, como los jamones de Maguncia y Bayona, lenguas de buey ahumadas, morcillas bien curadas con mostaza, huevas de pescado en vinagre, guiso de callos de buey -en lo que llama “el martes graso”-, así como al vino. La bebida forma parte de la historia ya que como pecador, no se bebe para el presente, se bebe para curar la sed de mañana.
Las correrías de Pantagruel siempre van regadas de buen vino y buena comida, y siendo un gigante, no es de extrañar que las cantidades siempre sean exageradas. Su pasión por el buen yantar es tal, que hasta sus profesores deciden darle clase en mitad de los banquetes, momento en el que estaba más atento.
El libro habla de más cosas, claro, de una terrible guerra donde se ve envuelto el propio Gargantúa y la descripción del país de Thelema, situado en la ribera del Loira, donde la única ley era “haz lo que quieras”. Las notas de Rabelais sobre los usos y comportamientos de sus gentes le valieron la prohibición de los libros por parte de la Iglesia Católica durante décadas.
Sin embargo, el éxito de Pantagruel hizo que el humanista escribiera varios libros más en la misma línea, que hoy se suelen publicar juntos como Gargantúa y Pantagruel. Gracias a ellos, y a su estrambótica manera de hablar sobre el vino y la comida, creó una nueva palabra universal: pantagruélico, que según la RAE quiere decir: Dicho de una comida, en cantidad excesiva.