Echo la mirada atrás, busco entre mis recuerdos y rememoro el último día que dediqué al mundo de la hostelería grabado a fuego como la quemadura del teflón de McDonald que luzco en la mano derecha de los primeros. Porque yo empecé allí, entre cebolla reconstituida, el pitido de las patatas y las hamburguesas al gusto hechas de retazos, pero terminé años después una mañana, en un paseo de playa y a lágrima viva tras unos cuantos días currando 12 o 13 horas, valorando pegarle fuego a la California del maître e imaginando el día de hoy, cuando me pagan por escribir esto y él se baña en una puta ducha de camping de las que vende mi amigo Carlos, creyendo que comer tierra en el culo del mundo durante su día libre tras perder la vida sirviendo mesas es la gloria bendita. Go fuck yourself capullo.
Eran las 09:30 o 10:00 de la mañana de un día cualquiera de verano y ahí estaba yo, con mi camisa blanca abierta sin protocolo, los pantalones negros sudados y los zapatos incómodos de camarero de siempre recorriendo aquel paseo de vuelta a casa. No había Maps ni cosas de esas, son 10,6 kilómetros hoy mirados. Supongo que llegado el caso me cansé y me subí a la guagua que me deja prácticamente en la puerta de casa. Me iba llorando pero contento: que les den por culo, que se apañen, no lo necesito. Qué suerte poder decir eso, no lo necesito. Hay mucha gente que lo necesita, esos se joden. Pero quien no lo necesita, ni lo ha necesitado nunca como yo, nada sabemos de esto. El caso es que allí estaba jurando y perjurando que jamás volvería a trabajar en el mundo de la hostelería, aunque unas horas de reflexión basten para relativizarlo todo. Lo que entonces me pilló pollo hoy ya me pillaría gallo.
Cuando casi 20 años después tengo la suerte de sentarme cara a cara con las súper estrellas de la cocina y me cuentan (indirectamente) que aquellas cosas que viví ya no pasan, que la conciliación laboral está a la orden del día, que los sueldos son justos y dignos, que sus negocios son family friendly, no puedo más que alegrarme. Ocho horas diarias, dos días libres, horarios razonables, algunos cierran en fin de semana, otros no pero rotan las plantillas... Algunos me cuentan que ellos curran la rehostia, pero que no entienden la vida sin un colchón en la cocina, y me parece igual o más cojonudo siempre que no impongan el trabajo como la vida al resto del equipo, todos los que he encontrado por suerte. Hay quien vive por y para su negocio por mucha familia que haya hecho, quien ve su día gastronómico perfecto como un pase donde nada falla, como 25 horas de trabajo ininterrumpido de creación, como dormir con el cuchillo bajo la almohada. No hablamos de explotación, stagiers y demás gilipolleces sensacionalistas: hay quien quiere trabajar mucho y ganar más pasta, ¿lo prohíbe la Biblia, el Corán?
Ambas cosas son cojonudas. Hay quien ha visto que la vida no es estar siempre en una cocina, quien ha descubierto que la maternidad y la paternidad importan, quien advierte que la juventud pasa y que los trabajadores de la hostelería no pueden ser carne de camello. Aquello de vivir para trabajar o trabajar para vivir. Y hay quien también lo ha visto pero prefiere dedicarse a su gran pasión porque tiene ganas, ilusión, esperanza, tiempo o dinero para invertir, llámalo como quieras. Son igual de respetables mientras no arrastren a su equipo a esa maratoniana implicación si no quiere.
El problema como siempre está en tomar la parte como el todo y pensar que las buenas prácticas y los discursos de esa alta cocina con la que a veces trato son representativos de algo, porque no representan nada. Que Begoña, María José, Paulo o Benoît me digan que en sus restaurantes se curra mejor que se folla me permite admirarlos, reconocerlos o citarlos, pero no son más que agujas en un pajar de abusos laborales continuos y desmedidos que no deben hacernos perder la perspectiva de la realidad en la inmensa mayoría de los locales de hostelería de este país. Sitios donde al pedir un día libre o reclamar el permiso de paternidad el jefe te dice, con los brazos en jarra y esa mirada perdida de quien está totalmente sorprendido y absorto de la realidad que jamás en 48 años en hostelería vio cosa igual, con ese discurso entre paternalista y gilipollas que caracteriza a quien solo ve esto como la forma de hacer dinero fácil con lo poco que sabe hacer: tocar los huevos y freírlos.