Hace un año (o dos, ya no sé) nadie hablaba como lo hace hoy. Nadie caminaba ni respiraba por la calle como lo hace hoy. Ninguno de nosotros paseábamos a sonrisa descubierta, a lo loco, ni mucho menos nos acercábamos a menos de 2 metros sin miedo a que ese acercamiento supusiera el contagio inminente de algo terrible. Quizás tú sí, pero en el fondo tampoco, y lo sabes. Es el antes y el después de la imposición de las mascarillas, esa especie de bozales vendidos como las pequeñas grandes salvadoras de nuestra salud, de los que ahora nos liberan. 19 de abril de 2022. Adiós mascarillas.
Lo de “bozales” no porque seamos perros con rabia o algo por el estilo, ni mucho menos. Más bien por cómo esa pieza nos ha hecho, nos hace y nos hará sentir (todavía para muchos y todavía durante un tiempo por mucho que ahora la ley no nos obligue a llevarla). Porque no solo nuestras orejas han cargado con el peso de las mascarillas, sino también todo lo que hemos escondido tras ella, empezando por nuestra sonrisa y terminando en un montón de mierda en cuya cúspide estaba él, solo ante el peligro, ante la nada, el miedo.
El miedo individual y colectivo se ha acrecentado, ya lo hablé en este mismo espacio hace un tiempo. Hasta los más valientes se dejaron enredar (lo delataban sus ojos) y, lo que pasa, los más débiles pues se volvieron aún más vulnerables a cualquier mensaje catastrofista. Miedos individuales y colectivos vividos en el sector de la gastronomía y que ahora, con la liberación de las mascarillas, desaparecerán.
En teoría, digo. ¿Se ha ido el miedo acaso? No. ¿Cuándo se irá? ¿Cuánto tiempo pasará para que la gastronomía supere esta caída en picado que parece empieza a reflotar? En esta caída, no importaba si uno era de los valientes o de los débiles, si tenías renombre, estrellas, soles o si no eras más que una mota de polvo casi invisible para muchos, pero vital para otros. El miedo estaba en todos, grandes y pequeños, cerrando persianas y chapando ilusiones a una velocidad aterradora y peligrosamente contagiosa. En todos, porque todos cagamos por igual, eso es así.
Pero pensemos que ahora sí, en positivo, la gastronomía por fin sonríe después de una Semana Santa donde el cartel de “completo” se ha colgado en todas partes. Pensemos que ahora sí, en positivo, a la gastronomía se le sale la sonrisa de la cara, porque por fin se ha quitado la mascarilla.
Ella y todos los que viven de ella. De quienes la trabajan detrás de la barra, de quienes la cocinan y de quienes la disfrutamos al otro lado. Sí, sé que esto es mucho (muchísimo) generalizar, y no todos los negocios han sobrevivido ni todos están renaciendo de forma tan optimista. Tampoco todos están recibiendo el mismo salvavidas ni su situación económica es la misma. A vista de pájaro, sin embargo, la realidad huele, pinta y sabe muy bien.
La liberación del bozal es algo positivo, positivísimo. ¿Lo es? No sé. Quitarnos la mascarilla, sonreír enseñando los dientes, compartir mesa y conversación sin miedo a nada. O con miedo a todo, pero echa la vista atrás para recordar cómo se veía tu sonrisa hace un año y cómo se ve ahora. Sencillamente, antes no se veía y ahora sí. Eso es el avance, sin más.