No soy un experto en vinos. Lo que mejor se me da es bebérmelo, sin duda. Con responsabilidad y moderación... la mayoría de las veces. Pero reconozco que es un mundo que me apasiona. Sé lo que me gusta y lo que no. Sé reconocer cuando algo es diferente, cuando tiene realmente valor y cuando tiene que irse por donde ha venido o directamente por el fregadero. Y no uso jamás la palabra caldo para referirme a un vino. No lo hagan, por favor. Un venerable vigneron muere cada vez que alguien lo hace, en serio. Gracias. Y también creo que la mayoría de las personas que disfrutan del vino lo hacen en los mismos términos que yo. Somos sedienta legión.
Y sí, claro, me gusta beber, que además es la mejor y única manera de aprender, pero me gusta tanto o más conocer, de primera mano los paisajes y las personas que hay detrás de las botellas que me bebo, porque beber -como comer- sólo es el final de la historia, ¿verdad Jorge? Y el vino es, por encima de todo, un paisaje y las personas que lo habitan, que además nos cuentan una historia. Ese sentido del lugar que, refiriéndose a la cocina, contaba Jorge Guitián hace unas semanas aquí mismo.
Pocas cosas disfruto más que pisar un viñedo y el olor a humedad y a vino derramado de una bodega, y que el bodeguero -necesitamos una palabra en castellano para vigneron- me explique el qué, el cómo y el por qué, con esa paciencia y esa generosidad infinita del que sabe que habla con alguien que no entiende demasiado, pero que ama eso que él hace. Sí, se puede amar y apreciar algo que no se termina de comprender. Muchas veces, la pasión desafía a la razón.
Por eso me parece incomprensible la fama de elitista que tiene el vino. Y es que me parecen unos héroes. De hecho, me lo parece cualquiera que se dedique al sector primario. Eso de que la naturaleza es cruel es una chorrada del mismo estilo que la visión edulcorada de muchos urbanitas desubicados. La naturaleza es, eso, naturaleza, y sigue su propio rumbo por mucho que nosotros nos empeñemos en enredar las cosas. Lo que sucede es que su rumbo y el nuestro -o el de un viticultor, un agricultor o un ganadero- a veces no coinciden y se lo lleva todo por delante.
Ruth Troyano, excelente periodista en general y enológica en particular, escribía el otro día que había que profesionalizar la comunicación del vino. Estoy de acuerdo pero, ¿para contar qué? Creo que debería ser para llegar más y mejor a toda esa gente que se siente intimidada por notas de cata hechas por alguien con un superordenador en el paladar -"hermosas frutas rojas, especias y menta, con un toque de tierra y de cigarro habano"-, referencias a fermentaciones malolácticas, y que cuando oyen hablar de grados brix, les explota, directamente, la cabeza.
La humanidad hace 8.000 años que hace y bebe vino. ¿De verdad no tenemos nada mejor que contar? Historias de albariza compartida entre Jerez y Champagne, de viñedos encumbrados en pendientes imposibles en el Priorat, la Ribeira Sacra o el Mosela. Cuentos acerca de la segunda generación de inmigrantes centroeuropeos que hicieron tan grande el vino californiano que se lo cepillaron en una cata a ciegas a los vinos franceses con más pedigrí.
Expliquemos lo que cuesta, lo que sucede cuando la naturaleza se comporta como tal, hablemos de historias de filoxera y mildú, y a lo mejor a los que el vino les parece caro -vaya broma pesada esta-, se lo parecerá algo menos. Mueran para siempre las etiquetas molonas, los nombre guays y los vinos de colorines "fáciles de beber", y entendamos que si los vinos a copas que te encuentras por ahí fueran sólo buenos y no el desengrasaste para hornos que suelen ser, con buenos camareros que lo supieran explicar, quizás los jóvenes beberían vino.
Y claro que sí, enoturismo y visitas a las bodegas, pero bien. Nada de tours de pim-pam-pum donde lo importante es llegar cuanto antes a la sala de catas para beberse las tres media copas que van incluidas en el tíquet. Aunque, seamos sinceros, la mayoría de los enoturistas es a lo que van. Pero les abrumamos con términos técnicos y no les explicamos, lo más básico: que desde hace 8.000 años hacemos un alimento que llamamos vino.
Y con honestidad, por favor. Que sí, que por supuesto que es un alimento, y que como tal hay que consumirlo con moderación, porque además este coloca, y su consumo está relacionado con el cáncer. Pero ¿acaso podemos esperar hincharnos de carne, chocolate o foie sin piedad, y salir con bien? Y nada de estupideces como que el alcohol previene el contagio de la Covid-19 o que si el resveratrol nos ayuda a vivir más años.
Y que pisen el viñedo, bodegueros, y vosotros les dais no media copa, sino la copa entera en el viñedo del que sale el vino, y les explicáis vuestra historia, y el qué, el cómo y el por qué. Ya hay quien lo hace, por supuesto. Y cuando se lo beban, la boca callada. Nada de "notas de fruta de hueso, toques de vainilla y acidez punzante", por lo que más queráis.