Si hay algo que ha puesto sobre la mesa el coronavirus, y por ende el confinamiento, es que a todos nos gusta el pan. Ya sea de harina normal -nivel básico, el pan normal que ya parece hasta facilón- o de harina integral, de avena, o de sarraceno -nivel avanzado, los panes de la nueva era-.
Y te pregunto: ¿en qué nivel estás tú? Porque ahora mismo la sociedad española se divide en tres grupos: los que durante el confinamiento han hecho pan, los que ahora mismo lo tienen en el horno, y los que lo harán en los próximos días porque todavía no han conseguido la tan solicitada levadura.
Así que sí, también a ti el universo panero te ha enviado señales desde el más allá para que te pongas manos a la obra. Pero que no cunda el pánico, ninguno de nosotros somos expertos obradores ni tenemos masa madre fermentando desde hace cientos de años.
Se trata, simplemente, de volver a lo esencial: el meollo de todo este asunto del pan. ¿Será verdad que este confinamiento nos ha hecho detenernos y pensar en lo verdaderamente importante de la vida?, ¿cambiaremos alguna de las cosas que antes no nos hacían felices o seguiremos resignados al frenético ritmo de vida que tanto apesta?, ¿visitaremos más a nuestros padres y les diremos más a menudo cuánto les queremos?, ¿volveremos a comprar ese pan rancio y ultra procesado que en apenas 24 horas no serviría ni para hacer torrijas?
Basta con que respondas a la última pregunta para que, automáticamente, obtengas la respuesta a todas las anteriores. Porque, volvamos al principio, a todos nos gusta el pan. Traduzco: a todos nos gusta sentirnos realizados en el trabajo; a todos nos gusta que nos digan un “te quiero” (o unos cuantos); a todos nos gusta recibir más llamadas que mensajes de WhatsApp; a todos nos gusta llegar a casa al final del día y pensar: estoy derrotado, pero soy feliz. Suena fácil, lo sé. Pero nadie dijo -ni mucho menos yo- que volver a lo esencial fuera fácil, como nadie dijo que hacer el pan perfecto en casa fuera tarea sencilla.
Curiosamente, el coronavirus ha hecho que todos estos gestos ahora abunden: nos decimos “te quiero” más que nunca, escribimos listas y listas de nuevos retos a emprender post pandemia -aprender inglés, empezar a hacer deporte al aire libre, cocinar más y comer mejor, dejar ese trabajo de mierda que aunque nos paga las facturas nos hace inmensamente infelices, visitar más a nuestras familias, etc.-.
Esto es genial, no me malinterpretes, pero tiemblo de miedo al pensar que, una vez nos den la “libertad”, todo eso se convierta en harina de otro costal. Vaya, que no hagamos nada de nada y sigamos quejándonos de lo insulsa que es nuestra vida. Que volvamos a comprar pan de la gasolinera, porque ya entonces no nos dará la vida y el poco tiempo que tendremos lo emplearemos en, qué sé yo, recordar ese olor a pan que inundaba nuestra casa cuando en tiempos de confinamiento no había prisa y éramos felices todos pringados de harina.
Mi mensaje aquí es muy claro: confinados y confinadas, mantengamos las ganas de hacer pan, la paciencia de dejarlo horas fermentando, el brillo de nuestros ojos mientras vemos cómo crece dentro del horno, la aceptación de las imperfecciones estéticas y gustativas de nuestro pan, la satisfacción personal del trabajo bien hecho, el placer de alejarte por unas horas de la toxicidad de Twitter y demás redes de la desinformación… Pero sobre todo, mantengamos la esencia de lo que somos y lo que nos gusta: el pan de verdad. Siempre ha sido así, con o sin pandemia.
Si ya son las 20.00h y estás metido en harina, sal al balcón y comprueba cómo muchos de tus vecinos también tienen como tú la ropa y las manos pringadas de harina. Aplaudid todos a una y dejad que ésta vuele libre y se esparza entre vosotros. Ése será vuestro (nuestro, el de todos) grito de guerra frente a un virus que, pese a todo lo malo, nos ha hecho parar y pensar en aquello que realmente nos une: que a todos nos gusta el pan. Y hecho con nuestras propias manos, que de paso sea dicho, sabe a gloria y nos llena de orgullo para una larga temporada.