Cuando yo era niña leía el diccionario. Y la enciclopedia. Empecé por la a, y así, alfabéticamente fui avanzando en las distintas palabras. Tenía la manía de, cuando encontraba algo que me gustaba, arrancar la página y guardármela para mí. No tengo ni que decir cómo se ponía mi madre cada vez que hallaba entre mis cosas esas páginas recortadas. De todo ello aprendí algo fundamental: no nos faltan palabras para describir las cosas. Lo que nos falta es el conocimiento de ellas. No puedo asegurar que mi afición infantil fuera recomendable (mi madre diría que no), pero de lo que no cabe duda es de que el leer sí es una buena fuente de conocimiento de las palabras. Además, en relatos, en artículos o en ensayos, si son de personas instruidas, están puestas en contexto. ¿Qué mejor manera de aprenderlas?
Pero ¿dónde leer? Veo con cierta pena cómo en la información gastronómica (también en otras, pero esta es la que nos ocupa) el uso de superlativos e hipérboles está tan extendido que lo único que denota es una pobreza extrema del lenguaje. Una repasada al diccionario, una lectura pausada de novela, ensayo, o lo que se prefiera, nutrirán siempre nuestro cerebro con nuevos conocimientos. Palabras nuevas o no recordadas que (volver a) incorporar a nuestro lenguaje nunca sobran. Pensemos. ¿Qué resulta mejor? ¿Decir supercarísimo o decir inaccesible? ¿Hipersorprendidísimo o estupefacto?
En cualquier caso, la exageración en grado superlativo distrae y confunde, al igual que la grandilocuencia y, sin darnos cuenta, hace que vivamos en una continua excepcionalidad. Los superlativos provocan emociones, y mal utilizados nos describen una falsa realidad extrema y es, entonces, cuando nos quedamos sin palabras. Porque, ¿realmente todo producto que probamos es excepcional? En aras de la lengua es siempre preferible que sea excepcional y no tanto un productazo; pero en aras de la información, la cosa cambia. Al escribir con exageraciones, la información no admite grados ni matices; ergo todo es superlativo.
Por supuesto, no está prohibido hablar en superlativo, ni es algo malo en sí mismo. Lo que no está bien es recurrir a ello siempre. De tanto usar el superlativo, las palabras se desgastan perdiendo la fuerza que fue nuestra intención darles. De tanto usar la hipérbole parece que convertimos algo cotidiano en extraordinario, y no es así. Y de ahí viene el descrédito de lo que escribimos. Y si aún hay quien confía en nuestro criterio, queda en el aire una posible y futura frustración si nuestro lector prueba el restaurante, el producto, el servicio o lo que sea que hemos descrito.
Otro problema que hallo es el uso de palabras inadecuadas, y su apropiación por parte del sector gastronómico con un significado erróneo. Voy a poner dos ejemplos.
Hará como un par de años que leí al periodista Víctor de la Serna en Twitter llamar la atención sobre el uso del adjetivo brutal en entornos gastronómicos. Hasta ese momento no me había parado a pensar en ello. Lo cierto es que dicha palabra no tiene por qué, en absoluto, tener cabida en una información gastronómica. Si nos vamos al DRAE, no encontraremos más que acepciones negativas y relativas al mundo animal (incluidas las personas) o a actos delictivos. ¿Puede, entonces, ser un restaurante brutal? ¿Y un cocinero? Quizás el rey del cachopo si resulta ser culpable del brutal (ahora sí) asesinato de su novia.
Más cercano en el tiempo, tan solo unas semanas atrás, el cocinero Pepe Gorines se preguntaba en Facebook lo siguiente:
«¿Alguien podría decirme la razón por la cual el adjetivo canalla ha pasado a formar parte del pijerío hosteril?».
Como bien apuntaba Gorines después -en el mismo post de Facebook- esta no es una palabra muy positiva. Es más, es una palabra absolutamente negativa, ya que en sus acepciones hace referencia a gente ruin, despreciable y malvada.
Obvio que ni brutal ni canalla han vuelto a formar parte de mi vocabulario gastronómico, aunque estas dos son solo una pequeña muestra de la perversión del lenguaje. No obstante, la definición, si me lo permitís, la considero errónea. Lo justo sería decir ‘la perversión a la que sometemos al lenguaje’, porque el lenguaje no se pervierte solo.