Siempre he dicho que detrás de una gran sonrisa puede esconderse la mayor de las depresiones. Que una constante complacencia puede guardar una fuerte inseguridad y una falta de amor propio que, sin darte cuenta, te va empequeñeciendo cada vez más, y más, y más. Hasta volverte invisible, y finalmente, desaparecer.
Todo esto está detrás, como algo oculto que nadie quiere ver o aceptar. Se tapa lo negativo porque nos han enseñado que estar triste o sentir dolor no está bien, y por contra, que mostrarte sonriente, amable, amoroso, complaciente, capaz… es lo correcto. Ocultar el dolor es el peor de los maquillajes que podemos usar si queremos que la sociedad crezca sobre valores que realmente valgan la pena. Y, efectivamente, no lo está (estamos) haciendo.
No lo estamos haciendo si seguimos utilizando la salud mental como un instrumento para vender y comprar. Si un programa como Masterchef sigue demostrando, una vez más, que lo de menos en sus cocinas es lo que tiene que ver con la gastronomía. Mucha cocina, mucho chef invitado, mucho vino, mucho destino donde poner en valor la cultura y el valor gastronómico de nuestra España querida, mucho y buen producto, mucha causa solidaria por quienes pasan dificultades, mucho comedor social y mucha cocina de mercado, de kilómetro cero, mucha sostenibilidad y mucha cocina de aprovechamiento, mucho Basque Culinary Center, mucha escuela de cocina… En definitiva, mucha gastronomía, una vez más, puesta al servicio de un programa donde todo vale, donde la salud mental de una persona se utiliza como objeto de burlas, críticas, mofas y subidas de audiencia. De numeritos de yoga absurdos, de recetas emocionalmente desastrosas, de cocinados y valoraciones vergonzosas… De show, del mismo show de siempre.
Es muy muy triste que muchos medios, cocineros y espectadores tengan como único y último recuerdo de Verónica Forqué su paso por Masterchef Celebrity. ¿Es lícito que un programa donde se vende entretenimiento y (en teoría) cocina se emplee la gastronomía como método para instrumentalizar a las personas?
Se ha escrito ya sobre esto, se ha puesto a Masterchef de vuelta y media por frivolizar con la salud mental de una persona que, más que cámaras, horas y horas de grabación, entrevistas, críticas y presión a mansalva, lo que quizás necesitaba era algo tan sencillo y tan complejo a la vez como el autocuidado, la escucha, la asistencia, la compañía, la paz. Sanar. Ella misma lo dijo en su último programa y resulta revelador escucharla ahora: “el universo y mi cuerpo me están diciendo que no puedo más. Que tengo que parar”.
Un programa sobre gastronomía ha vuelto a demostrar, una vez más, que lo último que importa ahí es lo que sucede en los fogones. Lo hemos hablado aquí en muchas ocasiones, pero esta vez el tono de mi crítica es distinto. Es de preocupación, de vergüenza ajena y de desesperación porque no todo vale, que estar mal está bien, que la salud mental debe dejar de ser un tabú.
Y esta falta de valores me lleva a otros programas como Masterchef América o Hell's Kitchen, por ejemplo, que son una clara muestra de lo que impera en la sociedad: la presión, la ley del más fuerte, la humillación al más débil, el linchamiento a los perdedores y el aclamo a los vencedores, los gritos y los insultos, las burlas en redes sociales, las risas vacías de empatía por parte de un jurado de chefs donde solo ven audiencia…
Sí, lo de siempre. ¿Pero qué pasa al otro lado de la pantalla y de las personas que forman parte de estos shows? Detrás, siempre detrás, queda oculta ella, la que ha cocinado hasta decir basta, la que se ha manchado el delantal para engordar sin querer la sed y el hambre ajenos. Ella, la salud mental. Agotada de ser fuerte.