Cada uno es muy libre —solo faltaría— de escoger cuáles son los momentos cumbre de su vida. Cuando eres padre, como yo, ver a tus hijos crecer es uno de ellos. Ser padre ha sido exigente, pero sin duda me ha hecho mejor persona. Si encima tienes la suerte de tener dos chavales como los míos —sí, se me cae la baba— ya directamente no puedes desear nada más en la vida que que lo sigan siendo por los siglos de los siglos. Y todo eso, aún y asumiendo que quizás ellos piensen que no siempre he sido el mejor padre posible. Me conformo con que sí crean que siempre lo he intentado. Y, en todo caso, soy su padre, el único que tienen, así que tendrán que aceptarlo y vivir con ello.
Al mayor lo tengo este curso —lo tenemos— estudiando en Miami desde hace poco más de un mes. Le gusta comer —mucho— y tiene buen paladar. De lo que le cocino, una de las cosas que más le gustan son las albóndigas, por lo que no debió haberme sorprendido que, una semana después de haber llegado, me pidiera la receta. Pero me sorprendió porque mientras estuvo aquí, nunca hizo intención de aprender a cocinarlas.
Pero bueno, le pasé la lista de ingredientes y cuatro indicaciones sobre cómo proceder y allí te las compongas. A fin de cuentas, yo no tengo la receta escrita en ningún lado. Aprendí a cocinarlas viendo cómo las hacía mi madre y, siendo así, nunca las hago exactamente igual, porque de eso se trata cocinar. De este modo, mis albóndigas son las de mi madre y al mismo tiempo no lo son. Las albóndigas de Schrödinger, si me permiten el chiste.
Pero la cosa no iba a ser tan fácil. Una vez consiguió todos los ingredientes y se puso manos a la obra a él, que es de mente ordenada y metódica como su madre, le entró la necesidad de saber medidas de corte exactas, el orden preciso en el que se debían incorporar los ingredientes y sus cantidades exactas a la micra de gramo, así como tiempos de cocción con precisión de nanosegundo.
Y yo ya me veía transmutado en una abuela y diciendo cosas como «la que admita», «el tiempo que necesite», «cuando veas que ya está» y otras por el estilo. Así es como aprendí a cocinar y como lo sigo haciendo. Por suerte, las ciencias han adelantado que es una barbaridad y lo fuimos solventando, como pudimos, gracias a las fotos, los vídeos y los audios de WhatsApp. Ya me ven a la 1 de la madrugada, ampliando las fotos para tratar de ver si esa cebolla estaba lo suficientemente pochada como para incorporar el tomate y ver si el color del sofrito indicaba que ya había llegado el momento de poner las albóndigas a la cazuela y cubrirlas con agua.
O en los vídeos ver si el borboteo de la olla era señal de que el fuego estaba demasiado alto. Y así todo el rato, hasta que la salsa espesó y mi hijo dio las albóndigas por acabadas, cuando yo ya dormía. Pero, como dicen por ahí, better was yet to come.
Al día siguiente me mandó una foto de las albóndigas ya emplatadas y dispuestas para ser comidas con su ración de arroz hervido, como se las hago yo, aliñado con algo de la salsa de las propias albóndigas.
Una vez más, eran mis albóndigas y, al mismo tiempo, no lo eran. Me pareció precioso y se me dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Y todo porque eran SUS albóndigas, no exactamente las mías, como las mías no son calcadas a las de mi madre. Las que él, espero, enseñará algún día a cocinar a sus hijos —mis nietos— y que tampoco serán exactamente como las suyas, y así ad eternum.
Y al final, pensé que pocas cosas ejemplificaban mejor lo que significa ser padre que esas albóndigas hechas a cuatro manos —dos en Barcelona y dos en Miami— a golpe de WhatsApp, y la transmisión del conocimiento y la experiencia (sic). Nosotros, los padres, les transmitimos a ellos lo poco o mucho que sabemos como mejor podemos, y nuestros hijos lo recogen y hacen con ello su propia versión, en el mejor de los casos, o lo que les da la puta gana, la mayoría de las veces. Y hacen bien.
Por eso también es importante meter a los niños en la cocina, pero tampoco hay que obsesionarse. Al final, las cosas caen por su propio peso y la necesidad en forma de hambre y supervivencia hará el resto. Y lo mismo se podría decir con cualquier otra cosa. Yo con 53 años, aún le pido consejo a mi padre de 81. Solo hay que estar allí para cuando nos necesiten.
Como escribió alguien, al final de la vida solo quedan los recuerdos, la nostalgia y la soledad. Una auténtica mierda, a menos que hayamos hecho lo posible para que esos recuerdos sean los de cocinar unas albóndigas con tu hijo mayor.
Joan Marc, carinyo, esforça't en cometre els teus propis errors, pero no cometis els del teu pare. Quan tornis, em faràs les mandonguilles. T’estimo molt.