"Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo escaso. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura regreso. Honor y reconocimiento en caso de éxito". El legendario anuncio del explorador polar Ernest Shackleton en el año 1914 prometía aventuras dignas de Verne, Jack London o Melville, por lo que a nadie puede extrañar que recibiera sacos de solicitudes. Una de las respuestas decía: "Nosotras, tres chicas deportistas, hemos decidido escribirle para rogarle que nos lleve a su expedición al Polo Sur. (...) Si nuestro atuendo femenino fuera un inconveniente, nos encantaría usar ropa masculina. Hemos leído todos los libros y artículos escritos sobre las peligrosas expediciones (...) y no vemos por qué los hombres deben tener toda la gloria, especialmente cuando hay mujeres tan valientes y capaces como varones". Peggy Peregrine, Valerie Davey y Betty Webster se llamaban. Shackelton contestó: "No hay vacantes para el sexo opuesto".
Ochenta años después, la activista Carol Devine recibió una invitación de la Academia de las Ciencias de Polonia para confinarse en la Antártida. Su cometido: limpiar. Necesitaban un equipo que se ocupara de la basura vertida por los anteriores exploradores y científicos. Devine decidió incluir en su convocatoria a una cocinera que también era artista visual, Wendy Trusler. Durante meses, ellas fueron las únicas mujeres del proyecto y aquella experiencia acabó inmortalizada en un libro fascinante y mágico que ambas firmaron. ¿Un ensayo? No, un recetario. Lo llamaron, con bastante retranca según mi parecer, "The Antarctic Book of Cooking and Cleaning" ("El libro de la Antártida de cocinar y limpiar"). A través de sus 42 recetas plasmaron las contingencias de vivir en un desierto de hielo y cómo la mesa favoreció la convivencia entre las muchas nacionalidades presentes. En la introducción afirmaron: "Seguramente no sea la comida lo primero que te venga a la mente cuando piensas en la Antártida; pero si vas a pasar algún tiempo allí, debería ser lo segundo”.
Me da por pensar en las que fueron y no fueron al Polo Sur mientras observo los títulos de crédito de "Spaceship Earth" (Matt Wolf, 2020), documental que narra un experimento de 1991 que pretendía poner a prueba el desarrollo humano en otro planeta. Para ello se construyó en el desierto de Arizona una estructura hermética que albergaba una biosfera artificial a cargo de ocho personas confinadas. Fuera de sus muros, aquello se transformó en un circo para los medios de comunicación. Dentro, los biosféricos eran felices: comían lo que cultivaban, criaban animales, controlaban el clima y mantenían el engranaje de la burbuja. En un recorte de prensa en internet leo que estaban tan obsesionados con la comida que solían inventarse motivos de celebración para poder comer platos especiales. En el documental, Linda Leigh, que era la cocinera y recolectora, relata que hacía pasteles con más imaginación que ingredientes y que, por muy mal que entre ellos estuviesen, en la mesa volvían a ser un equipo, una familia.
Se suele decir que el confinamiento es lo contrario a la libertad, pero quizá no sea cierto. Quizá el confinamiento no depende tanto de lo que te rodea, sino de tu relación con lo que te rodea. Quizá las que realmente vivieron confinadas fueron las tres mujeres que Shackelton dejó atrás.