En La tierra tiembla de Luchino Visconti, tres mujeres otean el horizonte desde las rocas en plena galerna intentando adivinar la silueta del barco que parece que el mar se haya tragado. En esa embarcación fantasma van sus hijos, sus hermanos, sus maridos… todos pescadores. Las mujeres esperan y esperan. Esperan tanto tiempo que se mimetizan con la piedra y solo por sus ropas negras agitadas por el viento adivinamos que todavía no se han convertido en paisaje, que no tienen la boca llena de sal y el sueño lleno de peces (1).
No se trata de un documental gastronómico. Sin embargo, la cámara se planta en una pequeña localidad pesquera siciliana, Aci Trezza, y nos cede su ojo para que presenciemos el descubrimiento. Asistimos a las subastas de pescado en el puerto, al proceso de salazón de anchoas que mujeres de todas las edades, sonrientes y desdentadas, ejecutan en una cueva con los dedos también curados en sal. Somos testigos de la fragilidad del oficio en todos sus eslabones. No se trata de un documental, decía, pero si algo tenía el neorrealismo italiano era su capacidad para hacer de la realidad relato sin levantar los pies del suelo.
Pienso en esto tras la proyección del documental gastronómico The Pursuit of Perfection de Toshimichi Saito, joven realizador japonés formado en Nueva York, que forma parte del ciclo Culinary Zinema del Festival de Cine de San Sebastián. La película está compuesta por cuatro retratos apenas hilados de cuatro chefs japoneses que bien habrían podido ser capítulos de una de tantas series documentales de temática gastronómica que pululan por las plataformas de streaming. Un Chef’s Table de bajo presupuesto sobre los cocineros Takemasa Shinohara de Ginza Shinohara**, Yosuke Suga de Sugalabo, Takaaki Sugita de Nihombashi-kakigaracho Sugita* y la cocinera Natsuko Shoji de Été, que, como mujer, no acaba muy bien posicionada en comparación con sus compañeros (pero esa es otra -la misma- historia).
A la salida de los cines Príncipe, rodeada ya del septiembre donostiarra, me pregunto sobre la necesidad de seguir produciendo películas como esta cuyo objetivo último es sublimar el trabajo y el talento (que no siempre van de la mano) de los cocineros y de rodearlos de un misticismo que las nuevas tecnologías audiovisuales permiten intensificar. Filmes que son todo hipérbole y que nos encierran a nosotros, espectadores, en un papel completamente pasivo desde el que solo se nos permite admirar las habilidades de quienes los protagonizan.
Y aplaudir.
Durante la cena que sigue a la proyección en el Basque Culinary Center, mientras alcanzo la gloria con un delicioso gunkan de té verde, whisky japonés, huevas de salmón curadas y yema de codorniz preparado por el chef Yong Wu Nagahira del restaurante Ikigai de Madrid, caigo en lo irónico que es que ese goce me lleve a concluir que el fin del cine documental gastronómico debe alejarse de lo lúdico y plantear preguntas, interpelarnos, romper patrones de pensamiento y de consumo, tener, al fin y al cabo, algún impacto en la realidad que dice atestiguar.
La incógnita, acierto a concluir tras el wonton de berenjena, kokotxas de bacalao y porrusalda de miso de Yong Wu que me hace perder el hilo, es hasta cuándo se va a poder mantener este modelo de cine gastronómico que no invita a nada más que a la contemplación guiada. Y, claro, cuánta fascinación serán capaces de digerir nuestros ojos antes de devolverla sobre la pantalla. La gastronomía sirve para diagnosticar lo que está pasando en la sociedad en la que transcurre cada una de las películas. Puede hacerse uso de ella como hace Charles Chaplin cuando degusta con total dignidad su propia bota en La quimera del oro, o cuando se deja alimentar automáticamente por una máquina alienante en Tiempos modernos. Es ficción, pero hay crítica social y denuncia, y una realidad que traspasa el género, como en el caso de la tierra que tiembla en la película de Visconti.
“Golpea los ojos, la mente y el alma de manera diferente a cualquier otro programa sobre comida de televisión”, asegura la escritora afroamericana Osayi Endolyn en un artículo en The New York Times sobre ese documental imprescindible que bucea en la influencia de la cultura afroamericana en la gastronomía de EE.UU que es High on the Hog. En otras latitudes, el realizador ruso Viktor Kossakovsky (director de la bellísima película Gunda), reconoce desear que “los espectadores se conviertan en filósofos, que aprendan a reflexionar desde la mirada que ofrezco”.
Nada de eso me he encontrado en The Pursuit of Perfection. Solo una visión superficial, masculina y occidentalizada sobre una gastronomía que no necesita que la vuelvan a contar de esta manera. En el cine documental, para que sea bueno, siempre debe haber una verdad que se desvele y una invitación al pensamiento. Y según comentan, incluso el placer que provoca puede ser tan placentero como un bocado del Ikigai en San Sebastián.
(1) Verso de Gabriela Mistral.