La cocina pública, al menos aquella a la que no nos vemos obligados, es, en esencia, para la mayoría de nosotros, un espacio y una actividad de ocio.
Es muchas otras cosas, por supuesto, pero el ocio es algo que la define para aquellos de nosotros que mayoritariamente acudimos a ella en ocasiones especiales, para celebrar o, sencillamente, para relajarnos, disfrutar de la conversación y de la compañía y para dedicar nuestra atención a la cocina.
Esto es algo que parece obvio, pero que, sin embargo, perdemos de vista con frecuencia. Está bien que a veces nos pongamos serios, nos coloquemos las gafas de pensar, y escribamos cosas sesudas sobre la intención última del cocinero, sobre las implicaciones sociales de los rituales asociados a la alimentación en comunidad o sobre las vertientes para-artísticas del hecho culinario. Pero que eso no haga sombra a uno de los motivos esenciales que han dado lugar al restaurante y, en buena medida a la cocina: hacernos disfrutar, hacernos más llevadero el hecho de comer, por mucho que los recursos fuesen limitados, y servir de nexo de unión, de pegamento, en rituales y celebraciones que, a través de este elemento, se completan.
Pocas cosas me han hecho disfrutar más que la primera vez que atravesé la puerta de un restaurante mítico al que deseaba ir. Es una sensación que puede compararse con pocas. Soy guitarrista aficionado y a lo que más me recuerda ese nudo en el estómago es a aquellas primeras veces que tocamos en directo, con poco más de 15 años, aunque fuera para 50 personas en un pueblo a 20 minutos de casa.
La misma sensación que siento cuando sé que hay un restaurante en Terra de Montes, en el interior pontevedrés, que sigue haciendo los mismos dulces tradicionales que hacía cuando abrió en 1916; la misma que al encontrar una receta tradicional que no conocía en un restaurante de una aldea de la Ribeira Sacra.
Con frecuencia nos recreamos en la polémica, en el barro, en los egos de todo esto y olvidamos que ese hormigueo en la punta de los dedos, esa emoción cuando llega un plato y esa satisfacción que te da comer en un restaurante y terminar con la convicción de que ahí, en la cocina, hay alguien con muchas cosas que contar son lo realmente importante.
La cocina no es, no puede ser aunque a veces nos empeñemos, crispación y prepotencia. No es un concurso a ver quién ha ido a más sitios-a-los-que-se-supone-que-hay-que-ir. La cocina es otra cosa. Es disfrutar, da igual si has pagado 10, 100 o 500€. Es ponerse en manos de alguien para que te haga feliz. Es descubrirle a alguien a quien quieres un plato nuevo, un producto, un restaurante al que te llevaba tu abuelo y que sabes que le gustará.
La cocina es una de las formas más excepcionales que los seres humanos hemos encontrado para transmitir conocimientos, porque consigue hacerlo a través del placer, porque ha sabido convertir una necesidad fisiológica en un transmisor cultural y, al mismo tiempo, en una de esas prácticas sociales de las que disfrutamos particularmente.
La cocina es la colección de sonrisas, de sorpresas y de alegrías que cada uno de nosotros se ha llevado en restaurantes, en casas de comidas y en bares; es cada uno de los momentos que hemos compartido en esos lugares, todo lo que hemos aprendido de una cocinera que nos habla de un producto, cada receta que no conocíamos y alguien nos ha descubierto.
Con frecuencia decidimos ponernos intensitos y dejar todo esto a un lado para pontificar, para reprocharle a alguien no sé muy bien lo qué, para discutir enervados sobre cosas que, a poco que nos paremos a pensarlo, no tienen ninguna importancia en relación con lo gastronómico. Nos empeñamos en ser el fan incondicional de este o de aquel, en hacer rankings, competiciones entre ciudades, comarcas, provincias…
Y olvidamos que la cosa no va de eso. Va de escuchar, de probar, de aprender y de preguntar; de sonreír ante un plato que no te esperabas, de ver la cara de alguien a quien sorprendes con un restaurante que le está encantado. Va de aprender, pero de una forma única. Va de transmitir, pero a través de una actividad compartida y placentera. Va de tejer lazos entre quienes se sientan a la mesa, pero también entre ellos y quien les prepara la comida, selecciona el menú, los ingredientes y se ha pasado toda una vida formándose para ese momento.
El ruido y la furia están ahí, no voy a negarlo. Como la naftalina. Son una constante que sólo nos quita momentos de disfrute. Los vemos más porque vociferan más fuerte, pero la gastronomía no es eso. No para mí, al menos, porque yo estoy aquí porque he venido a divertirme y porque sin disfrute, sin sonrisa y sin cariño la cocina no existe.