Allá en la andaluza capital donde a medias vivo, conocí a un muchacho feliz con lo que hacía: cocinero había decidido que sería. Y serlo todo entero. Y verdadero. En cuerpo y alma dedicaba todo su afán a saber cocinar. Una sana ambición recorría sus ejes vitales. Así lo sentía, así lo vivía. Su familia así lo entendía. Su tiempo, su dinero, sus energías, al restaurante irían. Todo era bendita ilusión y alegría por mucha que fuera su ocupación y preocupación del día a día. Cuando podía, a los congresos acudía, los libros de sus ídolos adquiría y embebía mientras, así, su discurso construía y sus platos rezumaban sabidurías. Amar la cocina sentía, su pasión a todos nos conmovía porque, así, con su pasión feliz vivía. Eso era lo que el brillo de sus ojos transmitía y en su cocina resumía su amor por la gastronomía.
Su afán y sus esfuerzos dieron resultado, cierta fama adquirió y los reconocimientos llegaron. Su lugar pequeño quedó y trasladose a un local musho mejó, en una céntrica ubicación, donde sus orgullosas posaderas asentó. La clientela respondió, su caja se llenó, la hostelería lo aclamó y en el hall de su fama se complació. ¡Superió!
Hoy la vida ha recompensado su lucha y le sonríe. Ha abierto otros gastrobares locales y es un empresario de éxito cuyos negocios casi no requieren de su empeño noche y día, ni casi tampoco de aquellas sabidurías. Se ha dado cuenta de que sus ventas sobreviven sin ellas, incluso casi sin su cocina. Su oferta ya casi solo se nutre de la previa producción y la quinta gama, ya casi ni tiene que cocinar. ¡Casi ná! Ya está. Así, en su monetización, feliz vive su bienestar, pero, sin casi, el brillo de sus ojos ya no está y su cocina no volverá.
Un día, él quiso comerse el mundo. Hoy, el mundo se lo ha comido a él. Moraleja: no todas las felicidades son iguales.