Son días congelados. Y con el refrigerador lleno, también de recuerdos. El último queso. La leche desnatada sin lactosa. Media papaya. Y en el lateral, a la izquierda, un kéfir. Es de la misma marca que compro cada semana, solo una mancha rosa difiere del de mi nevera. El corazón salta pensando que lo acaba de comprar en el súper por mi visita en estos días. Pero no, es solo pensamiento mágico.
Aprendimos a comer juntos. A colocar el mango del cuchillo de puntillas entre la base del pulgar y el dedo índice. Esos dedos de piel fina y uñas brillantes. Perfectas. Esas manos que cortan con precisión la manzana de los desayunos juntos. Esos dedos que sostienen el lápiz afilado que puntea cada cifra.
Pruebo salsas picantes con mollejas, callos con garbanzas. Tomo café solo y whisky con hielo y agua con gas de marca francesa. Y, sobre todo, brindo con champán. También este año en el que soplo una vela en forma de cero pinchada en una tarta compartida. Un reseteo que comienza con la convicción de que no habrá copa en la que no esté su celebración (ahora mía). Ni el rumor de discursos que se fueron entre risas y que ahora busco inútilmente en una inexistente grabación.
Y aprendimos de la mano a comenzar por lo que más nos gusta. A extender la sobremesa para contarnos, a escoger el mejor café y a cuidarnos con kéfir y papaya.
Abro el tarro blanco y se hiela el aroma. La lengua dolorida detecta el frío dulce y ácido, pero no hay olor. Salta el Off y lo escucho dentro.
Preparo lasaña solo por cocinar memoria y comer recuerdos. El plato es el refugio ante las ideas que comienzan con un verbo en condicional (siempre culpable). Esa frase que niega lo sucedido para pensar en el "tendría que haber…", "debería haber…", "si hubiera…".
Hoy se entregan estrellas y será lo más importante que pase en la gastronomía, en la pública. En la íntima, a cada bocado de lasaña recreo su regocijo y mi pecho lleno de orgullo por conseguirlo. Cierro los ojos y veo sonrisas.
A Carmelo Acosta Afonso, in memoriam.