La primera vez que sentí que una mujer me trataba de manera paternalista fue en la presentación de un libro sobre cine que coordiné y coescribí junto con otras siete escritoras españolas en 2009. Terminada la charla, se acercó a mí, me dio la enhorabuena, se puso veladamente a mi disposición para enseñarme a coordinar y coescribir un libro y terminó despidiéndose con un "hasta luego, bonita". Tenía 25 años. Ella 51.
Ese "bonita" se me quedó atravesado en alguna parte entre la epiglotis y la vesícula biliar. Después supe que ella era una de las opciones que se barajaron para dirigir la edición de aquel libro que, irónicamente, versaba sobre el papel de la mujer en el cine. Probablemente, como filóloga y profesora universitaria que era, lo hubiera hecho muchísimo mejor. Sin embargo, ahí estaba yo, todo pétalos, con nuestro libro bajo el brazo.
Hace unas semanas y varios, muchos años después de aquella escena, volvieron a despedirse de mí de la misma forma, con ese adjetivo que se disfraza de halago pero que oculta una larga sombra de displicencia, menosprecio y altanería. Fue otra mujer que de nuevo ocupaba una posición de poder. La entrevistaba por teléfono -al menos lo intentaba, apenas me permitía interrumpir su discurso- y cerró la conversación-monólogo con otro "gracias bonita" que me devolvió a esa veintena que no, no echo de menos.
Con un solo adjetivo, aparentemente inocuo, mi interlocutora me trepó por la espalda para que la observase desde un contrapicado que ni el mismo Orson Welles sería capaz de hacer. Y así, colgué el teléfono -¿todavía se cuelga?- con cadencia de película clásica.
No han sido las únicas. A lo largo de mi carrera muchos hombres se han auto asignado el rol de consejeros y maestros. Muchos compañeros de trabajo que ocupaban posiciones similares e incluso inferiores a las mías se han encargado de enseñarme a hacer mi trabajo. Podría enumerar hasta el aburrimiento las ocasiones en las que camareros, jefes de sala y cocineros me han agasajado con un "qué tal ha estado, bonita" en un restaurante.
Sin embargo, estos dos casos me resultan particularmente lacerantes por el hecho de que fueran dos mujeres quienes se refirieran a mí de ese modo. Puedo mostrarme comprensiva y entender que, como reflexiona Marta Sanz en esa bestialidad en miniatura que es Diosas y monstruas, "en lo más profundo y negro de nuestro occipucio (…) se esconde un hombrecito". Y seguimos utilizando su lenguaje en la batalla: "La pregunta es si podemos hablarnos solo con nuestras propias palabras renunciando al lenguaje del «opresor». «Lo necesito para hablarte», nos susurra Adrienne Rich".
Un simple artículo antepuesto al apellido de una mujer destacada en cualquier disciplina es una forma de negar su nombre, y con él, su talento. No dejo de encontrar ejemplos en artículos -curiosamente, de alabanza- escritos siempre por hombres en los diarios y revistas de este país. La Fisher. La Ruscalleda. La Rodrigo (no entiendo que haya puesto ese mismo nombre a su menú degustación). ¿Es un indicador de camaradería? ¿Un deje catalán? ¿Un reconocimiento al padre? O la gramática como un mecanismo masculino de defensa propia.
Hay algo perverso en ese manejo de las palabras. Una resignificación interesada, un descrédito velado. "Los críticos paternalistas se referían a las artistas como si fueran niñas, mencionándolas sólo por sus nombres propios, Artemisia, Judith, Camille o Dora", escribe Siri Husdvedt en su novela El mundo deslumbrante. Si al menos me llamaran por el mío, palparía mi existencia. Solo soy "bonita", y sobre eso también hay opiniones.