Más de una vez te habrán dicho que has adelgazado o que has perdido kilos. De una manera natural, además. Hola, cómo estás y, a continuación, así, a bocajarro, si has perdido unos gramos o has ganado peso. Lo primero con admiración, casi acompañado de una palmadita en la espalda; lo otro, por lo general, como un reproche con el que los que tendemos al sobrepeso hemos tenido que aprender a vivir. Ese tono, esa miradita a la barriga que parece que no se nota, mientras se comenta, así, muy casual. Es una décima de segundo, pero, ay.
También te habrán dicho, quizás, lo mucho que comiste en una celebración o, tu madre, tu padre, algún pariente con el que hay confianza, si comes mucho o poco, bien o mal. Claro, lo que pasa es que tú engordas porque…
Se preocupan por ti. Parece existir un consenso respecto a que es aceptable decirle a los demás algo sobre cómo come, su peso, su aspecto físico y lo que debería hacer en relación con ello. Todo, por supuesto, en favor de una mejor salud.
Y, sin embargo, hay siempre un silencio clamoroso, un tema que no existe. Porque has escuchado que estás gordo, que comes mucha grasa o demasiada sal, que vas demasiado a restaurantes, que tu dieta no es equilibrada y que cenas a la hora equivocada. Es más que probable que alguien te lo haya dicho en el último mes. Por tu bien, siempre. Porque lo importante es cuidarse. Y la imagen, un poquito, también. Y el qué dirán. Nos matan el sentimiento de culpa y el salir bien en la foto, a partes iguales.
Pero del alcohol nadie dice nada. Nunca has oído a una persona decirle a otra, más o menos en público, que se está pasando con las copas, que tiene que beber menos, que no tiene una relación saludable con el alcohol, que su comportamiento está completamente fuera de lugar. Con otros temas sí que se hace, pero con el alcohol es algo que no está permitido. Y eso es un gran problema.
Es un gran problema porque normaliza, porque oculta; porque resta importancia a actitudes y a hábitos. Porque pone el foco en otras cuestiones y esa la deja conscientemente al margen. Es un problema porque da por sentado que es normal, que está bien. Da igual cuándo, cómo y quién. Es así y así hay que aceptarlo.
El alcohol es parte de nuestra cultura, lo tenemos asumido. Además, todos somos adultos responsables que sabemos lo que hacemos y, como dijo el otro ¿quién eres tú para decirme las copas que puedo o no me puedo tomar?
El vino es parte de nuestra historia, de nuestra forma de ser. Lleva con nosotros desde siempre. No como la sal, el trigo o el azúcar (en una u otra forma), por lo que se ve. Además, no te lo dirán así. No te dirán “el alcohol”, que suena más ajeno, más dañino, más artificial. Te dirán “el vino”, que es más nuestro y todos tenemos un corazoncito. ¿Cómo va a ser malo algo tan nuestro?
Y es verdad. El vino está presente siempre. Te han dicho que es saludable (no lo es), estaba en la mesa de tus abuelos o de tus padres, está en la misa, en las fiestas, en cualquier celebración; está en el podium de la Fórmula 1, al finalizar un acto oficial del ayuntamiento, en la cena de cualquier congreso, en una recepción, en una boda, en los viernes por la noche con amigos, en una cena romántica, en los rituales de paso a la edad adulta. ¿Se sigue usando la fórmula aquella de “al terminar el acto se ofrecerá un vino español”?
Es cierto que el vino tiene un valor cultural incuestionable. Y otro, económico, al menos igual de importante. Es cierto que ha estado históricamente presente en nuestra sociedad, que tiene una inmensa carga simbólica, pero también lo es que junto a él lo estaban otros productos, hábitos y actitudes que hemos desechado o que hemos resituado sin que pasara nada, así que ese pretexto no sirve.
También es verdad, por ir dando el contexto, que el consumo de vino está bajando. Sigue bajando. De hecho, según los últimos datos a los que tuve acceso, de los españoles que consumieron alcohol en el último mes, alrededor de un 58% consumió cerveza, un 28% consumió destilados y poco más de un 15% tomó vino. Para ser una tradición tan nuestra, lo cierto es que las cifras son un tanto escuálidas.
El vino fue un elemento consustancial de nuestra dieta. No tengo tan claro que lo siga siendo. Por otro lado, al mismo tiempo que celebramos su arraigo y su carácter representacional, nos olvidamos de lo que el consumo de alcohol implica. Porque el vino, además de un producto cultural, es una bebida alcohólica.
No hay cifras oficiales, pero se calcula que alrededor de 700.000 españoles son alcohólicos diagnosticados y que hasta 3.000.000 tienen una relación insana con la bebida. Esa cifra, terrorífica, supone que probablemente cerca de 12-15 millones de personas tienen una vida familiar, laboral, una economía y unas relaciones seriamente condicionadas por el alcohol.
Ese número es, de hecho, tan grande como para que en ese cóctel que ofrece la diputación después de la conferencia, en esa cena de antiguos alumnos, en esa quedada para ver el partido o en esa comida que se va a pagar a escote y en la que nos empeñamos en incluir el vino y los chupitos haya alguien, probablemente varios, que tienen un problema médico serio y real con el alcohol. Pero como es nuestra cultura, pues adelante con ello. Sin mirar a los lados. Brindemos para celebrarlo. ¿Para celebrar qué? No lo sé, lo que sea, pero brindemos. Dos veces. Y, luego, de copas, que hay mucha noche por delante.
No vengo aquí hoy a cuestionar la importancia o el interés del vino o de cualquier otra bebida alcohólica. La entiendo, la asumo y, en muchos casos, comparto su celebración. Esto no es una cruzada contra nada. Y menos aún contra el vino, un producto fascinante desde muchos puntos de vista con un valor gastronómico incuestionable.
Estoy a favor de que cada uno beba lo que quiera y cuando quiera. Estoy a favor de que la gente fume, si le apetece, y no tengo nada contra el consumo de drogas por parte de individuos sanos, aunque aquí abrimos otro melón que hoy no toca. Creo en la absoluta libertad individual para actuar sobre el propio cuerpo de la manera que cada uno considere siempre que esto no suponga un perjuicio para el entorno en forma de riesgo, distorsión de las relaciones, gasto médico, etc.
Y ahí está, me temo, el problema. Todos conocemos a colegas de profesión, amigos, profesores o gente cuya obra admiramos y que están absolutamente destrozados por la bebida. Ahí están, en la inauguración, a tu lado, ellos con su copa y tú con la tuya, y todos miramos para otro lado, porque todos somos adultos, él o ella sabrá y cómo vamos a decirle nada. Si es que esto es así y, total, por un vinito, qué va a pasar.
Es algo que ocurre porque hemos naturalizado el consumo de alcohol a cualquier escala y prácticamente en cualquier momento. No tienes más que entrar en Instagram. Si te interesa la gastronomía no tardarás en encontrar la foto con 6, 8, 14 botellas que alguien se bebió ayer con un grupo de amigos. Algo que pone un montón de cuestiones sobre la mesa, ninguna de ellas particularmente bonita.
Digo esto desde la posición de alguien a quien le gusta beber. Ocasionalmente. Desde el punto de vista de quien disfruta de unas cervezas con amigos, de un buen vino (o varios) con una comida memorable, de alguien que aprecia los destilados nobles y que, según el momento y la compañía, no renuncia a algún destilado menos noble, que aquí hemos venido a divertirnos.
En los últimos años he rebajado mi consumo de alcohol cuando visito restaurantes. Por lo general huyo de maridajes largos y, si es por trabajo, reduzco la ingesta al mínimo imprescindible, tendiendo a cero. Limito calorías y he descubierto -sorpresa- que me levanto de la mesa más ligero, más a gusto y que mi despertar al día siguiente es bastante menos complicado.
Y poco a poco veo que, aunque sea de manera tímida, van apareciendo opciones en esa línea en restaurantes, algo que, más allá de un par de excepciones, habría sido impensable hace solamente tres o cuatro años. Sin ir más lejos, hace unos días cené en Euskalduna Studio, un estupendo restaurante en Oporto, y acompañamos el menú con una selección de kombuchas, fermentados y tés que el restaurante ofrece como alternativa sin alcohol.
Ya no es solo que no salimos del restaurante con ocho copas de vino en el cuerpo y tambaleándonos contra las paredes. Es que, sinceramente, los ácidos, amargos y florales de las bebidas acompañaron estupendamente. No es, supongo, una opción para todo el mundo, pero me gusta que empiece a ser una opción. Unos días antes Philippe Regol hablaba de los vinos desalcoholizados del restaurante Disfrutar. No sé en qué punto está esa tecnología, pero me parece una vía que vale la pena explorar.
Me gusta que empecemos a pensar que ir al restaurante no implica necesariamente tomar una sucesión de vinos larga, pero no siempre estrecha si se quiere tener la experiencia completa, como me gusta que no demos por supuesto que si el director general de turno inaugura una exposición luego nos tomaremos un vino o dos. O tres. O cuatro.
Mi problema no es el vino, como espero haber dejado claro hasta aquí. Mi problema es el uso que con frecuencia le damos. Mi problema es que, me temo, en ocasiones nos escudamos en la cultura, en la tradición y en el arraigo para consumir alcohol sin que nadie nos cuestione.
Hay toda una serie de productos, entre ellos el vino, que creo que debemos conocer, valorar y proteger. Hay muchos otros de calidad ínfima simplemente enfocados a ofrecer la dosis de alcohol en sangre que alguna gente necesita (lo de las aguas y refrescos fortificados, que empieza a ser una tendencia y que se encuentran incluso en gasolineras me asombra y me aterra a partes iguales).
Me conformaría con que fuésemos conscientes de esa realidad. Es complejo, porque hay toda una industria detrás. Y un producto que, además, cuando es bueno es realmente interesante. Es complejo porque la vida es compleja, porque en este caso hablamos de productos que tienen una implicación social, que están, efectivamente, dentro de la cultura y de hábitos que nos han inculcado incluso desde antes de empezar a beber. Es complejo porque nos enfrenta a tabúes, a miedos, a realidades que no queremos ni nombrar.
Pero creo que deberíamos, al menos, cuestionarnos el asunto. Creo que se puede apoyar a la industria del vino de calidad, como a la del whisky, a la del mezcal o a la del cognac sin caer en el consumo acrítico, sin sombras y sin matices, siempre y en todo lugar. Sin dar por supuesto que habrá vino, y que habrá mucho, si nos sentamos alrededor de una mesa, si asistimos a un acto, sea el que sea, o si organizamos un cóctel.
Creo que esa conciencia crítica es lo mejor que nos podría pasar. A nosotros y a una industria del vino sostenible, madura y consciente. Probablemente a corto plazo las cifras de ventas bajarían, aunque ya lo están haciendo en el cómputo global de todos modos, pero quizás con eso valoraríamos más la calidad, la artesanía, los vínculos culturales e históricos de tantas bebidas realmente interesantes. Y quizás el día que decidiésemos liarnos la manta a la cabeza y disfrutar de él sin limitaciones, porque en esa ocasión vale la pena, lo disfrutaríamos aún más. O tal vez no, quién sabe.
Aquí dejo, abierta, la caja de los truenos.