La cultura nos la chufla bastante. Eso no es ninguna novedad. Y además la encontramos cara. Es verdad que los presupuestos familiares y personales, en este país de los prodigios en el que nos ha tocado vivir, hace tiempo que no andan precisamente holgados. En consecuencia, pagar -pongamos- 10 o 15 euros por un libro, o 25 o 30 por una entrada de teatro nos parece una barbaridad. Eso no quita que paguemos, con la fe del converso, nuestra cuota mensual a Netflix, HBO, o Filmin. Esto último, algo debe querer decir también.
Y esto viene a cuento, o no, de que me han regalado un ventre d’ossos. Se trata de un embutido que quizás está a dos telediarios de convertirse en un animal en vías de extinción y pasar a la categoría de ser mitológico. Yo no conocía nada de nada sobre su existencia hasta que Maria Nicolau escribió esto y me lo regaló. Atento Jorge Guitián, que lo que viene a continuación te interesa. Guiño, guiño, codazo, codazo.
El ventre d’ossos es, como decía, un embutido típico, creo, de la comarca catalana del Vallès Oriental. Existe una versión parecida en la Garrotxa, donde lo llaman piumoc, y está emparentado con el botillo del Bierzo. El ventre d’ossos se elabora embutiendo en el estómago del cerdo la punta de la costilla, careta y algunos trozos de carne magra. Sal, pimienta y a la caldera. Es un embutido ludita, ya que la presencia de los huesos hace imposible su industrialización, pues los huesos machacarían cualquier máquina que se intentara usar.
Es una elaboración de la que no he sido capaz de encontrar ninguna receta ni ninguna referencia histórica, lo que no quiere decir que no existan, claro. Solo que yo no las he encontrado, seguramente por no buscar dónde debía. Es un embutido artesano -por ludita- y estrechamente vinculado a la matanza que se hacía en los masos con los cerdos para consumo propio. Se come tal cual, churrepeteando, o bien cocinado. Y aquí sí que he encontrado una receta con ciruelas, en el Corpus de la Cuina Catalana, aunque parece ser que también se cocina con guisantes y con fideos.
Maria cuenta que en su La Garriga natal hubo hasta tres carnicerías donde los hacían, pero que ya no quedaba ninguna. Bueno, no exactamente o yo no tendría el mío en la nevera de casa. Pero esa es otra historia. Los dejaron de hacer porque la gente no los compraba, y como vivimos en un mundo donde las cosas, por desgracia, solo tienen valor si tienen valor económico, pues los carniceros de la capital mundial de los muebles de contrachapado dejaron de hacer ventre d’ossos.
Porque no entendemos el valor cultural de las cosas, eso es así. Sí, ya sé que no se le puede pedir a nadie que sea un héroe y que si algo no se vende pues... Aquello de que si es la oferta la que genera la demanda o es esta la que provoca que se ofrezcan determinados productos, nunca lo he tenido muy claro. Lo que sí sé es que si algo no existe no se puede conocer y mucho menos comprar.
De todas formas, es curioso porque con este tipo de cosas, como el ventre d'ossos, no solo tan artesanos, sino tan arraigados al quehacer doméstico y familiar suelen sobrevivir bien. Precisamente porque aquellas casas en las que se hacen las consideran parte de su legado y de su patrimonio, hasta que le llega el turno a un descastado que decide que this is not my business, y a otra cosa mariposa.
Recuerdo, por ejemplo, que en el Cadaqués de mi infancia, el carnicero -un tipo peculiar que vendía al mismo precio el roquefort bueno para los turistas franceses y el queso de bola para los meapilas de Barcelona "porque así no me hago un lío"- vendía butifarres dolces porque las hacía para él, así que cuando era el momento hacía unas cuantas más y las ponía a la venta.
Las butifarres dolces no son otra cosa que una butifarra de toda la vida, como las que haríamos a la brasa, pero condimentada con azúcar y limón en lugar de sal y pimienta. No se cocina a la brasa, sino que se guisa o se cuece en una sartén con un poco de agua y algo de manteca o mantequilla. El azúcar va saliendo y se liga con la grasa y el agua para formar una especie de caramelo... Una locura, pero estamos en el Empordà.
Bien, cuando Ramon se jubiló se acabaron las butifarres dolces en Cadaqués -seguro que sobreviven en otros lugares- porque su única hija había estudiado para esteticién y montó un salón de belleza en la carnicería de su padre. Fin de la historia.
Y así es como se extinguen tantas cosas. Desaparecen recetas, productos y elaboraciones casi sin darnos cuenta porque no valoramos el valor patrimonial aquello que no tiene un estricto valor económico. Les propongo algo. Piensen en algo… Una elaboración, una receta, un producto de su infancia o de hace unos cuantos años que haga siglos que no comen y piensen por qué. Me encuentran en Twitter como @HGastronomicus.