La semana antepasada alguien recordaba acertadamente «el ¡socialismo o barbarie!» que soltó Rosa Luxemburgo en 1916 en relación del libro que la cocinera Maria Nicolau acaba de publicar, y que ha titulado Cuina! o barbàrie (Ara Llibres), con toda la intención del mundo. Hasta la cubierta es roja, así que poco más que añadir señoría. Del mismo modo, alguien más -y también en relación al libro- decía «que hasta la llegada de la revolución, todo es activismo». Y digo yo, que bendito sea el activismo en tiempos en los que las revoluciones son complicadas. Y además, por algo hay que empezar.
Una buena definición de capitalismo sería la de un sistema socioeconómico con la habilidad de hacernos creer que muchas de las cosas que nos vende nos hacen más libres, cuando en el fondo nos hacen más esclavos. En el caso de la cocina, su sustitución por los precocinados y el delivery -no exclusivamente, pero sí básicamente- prometen falazmente liberarnos del tiempo que dedicamos a cocinar -«¡no os falta tiempo, os falta despensa!», grita Maria- para que lo podamos dedicar a la familia, al esparcimiento or whatever, cuando realmente lo que el sistema espera que suceda -y es lo que sucede- es que el tiempo que ahorramos en la cocina lo dediquemos a trabajar y a producir más. Y encima estamos más gordos, menos sanos, y desperdiciamos y contaminamos más.
Ya se pueden imaginar, tras esta introducción que -y perdonen el tuteo, pero somos amiguísimos y la quiero mogollón- Maria no es otra cocinera que ha escrito otro libro de recetas. Para nada. Cuina! o barbàrie no es eso y debo añadir que a Dios gracias. La Nicolau -así, como la diva que ella es- ha parido un alegato en favor de la cocina y sobre todo una arenga bárbara para que volvamos a cocinar y convirtamos cada una de nuestras cocinas domésticas en un Vietnam.
Que nos sumemos a la recuperación de la cocina importante, la que sucede en el ámbito familiar, es la revolución a la que Maria nos anima a unirnos. La cocina -sostiene- es una manera eficaz de modelar un mundo mejor. Y digo yo que cocinar es el último acto auténticamente revolucionario que nos queda.
Ahora que las cocinas ocupan cada vez menos metros cuadrados en las casas porque, total, cada vez las usamos menos, el libro de la Nicolau es una llamada a la guerra de guerrillas. A olvidarnos de las recetas de Instagram, las de Google y las de los tutoriales de YouTube, llenas de ingredientes caros, inútiles e innecesarios, y volver a la cocina. La que hacían sus abuelas, sus tías. La que hacían nuestras madres, nuestras abuelas y nuestras tías.
Este año se cumplen 20 años desde que El Bulli ganara por primera vez el premio al mejor restaurante del mundo, pero entonces ya llevábamos unos cuantos años embelesados con la autodenominada revolución gastronómica española y eso desplazó el foco de la cocina importante hacia la excepcional. Además, España era un país que había progresado, aunque esto también tenía algo de espejismo: las desigualdades ahí estaban -y aquí están- y en general unos sueldos más bien modestos, unos horarios laborales demenciales y la amenaza de un ejército de parados obligaban a trabajar mucho y a que empezáramos a valorar el tiempo de otra manera. Dedicar tiempo a cocinar iba en contra de ambas cosas, así que dejamos de hacerlo. Y sí, ya sé que estoy simplificando mucho.
Así que dejamos de cocinar, mientras no dejábamos de escuchar en todas partes que protagonizábamos una auténtica revolución gastronómica y que la nuestra era la mejor gastronomía del mundo. Pero, ¿cómo puede ser la gastronomía de un país la mejor si sus ciudadanos no cocinan? ¿Cómo se puede hablar de revolución gastronómica allí donde la cocina se ha convertido en un producto de consumo más y no en una forma de relacionarse con el entorno?
Nos hemos convertido en una sociedad que consume cocina, pero que no cocina. Vaya paradoja.