Ya saben, ya se lo he contado, que no veo MasterChef. Y mucho menos la versión que hacen con los pequeños, la última que, creo, se ha emitido. Pero resulta que vi, me enteré, supe, que el penúltimo programa -en el que se decidía la segunda finalista- se había grabado en Cadaqués, pueblo que también les he contado que conozco bien, puesto que parte de la sangre que corre por mis venas es de allí como la tramuntana. Y claro, me pudo la curiosidad.
Vamos por partes y seamos sinceros. En Cadaqués, en términos generales, se come como el culo. Yo básicamente como en mi casa, les concedo a mis hijos ir algún día a alguna de las dos pizzerías que hay -a cuál peor-, en un restaurante de tapas y raciones que está bastante bien y los homenajes en Es Baluard, donde sí como muy bien y bebo mejor gracias a Adrià en la cocina y Aïna en la sala y a cargo de la bodega.
También está Compartir, el restaurante que abrieron Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas antes de abrir Disfrutar en Barcelona. Estar está, pero yo no he ido nunca. No tengo ninguna duda de que se debe comer entre bien y muy bien. Yo soy de los que sospecha que el éxito sideral de El Bulli le debe bastante más al talento de estos tres cocineros -no tengo pruebas pero estoy convencido- que a cualquier otro que haya pasado por Cala Montjoi. Pero este es un berenjenal en el que hoy no tengo ganas de meterme, así que mejor lo dejamos para otro día.
Así que no. No he estado en Compartir, porque a veces necesito que aquello que como tenga algo que ver con el lugar en el que estoy. A ver, que no hay ni un solo restaurante de Cadaqués que haga cocina cadaquesenca, que además no sé ni si existe tal cosa, pero vaya que un suquet, una sopa de pescado, un arroz o cualquier pescado fresco al horno o a la plancha me valen para que todo encaje. Sé que un día alguien me arrastrará e iré. Y sé que comeré entre bien y muy bien y que me gustará, pero también que me parecerá intrascendente e innecesario, y que lo más probable es que no vuelva o tarde en hacerlo.
En cambio, el arroz de cabra de Es Baluard que no me falte cada verano. En cualquier otro lugar no sería el mejor arroz del mundo, pero en Cadaqués sí. Mucho más que la ensalada de endivias con gorgonzola, las sardinas marinadas con remolacha, frambuesa y pistachos, las navajas con vinagreta de hongos y piñones, los salmonetes con puré de suquet -¡milagro!-, el buey de mar con huevas de trucha y aguacate o el plátano con yogur y galleta de cacao de Compartir.
Estas fueron las recetas que las tres aspirantes -entre los 10 y los 13 años- se repartieron y tuvieron que cocinar para llegar a la final de MasterChef. Y la verdad es que hay tantas cosas mal en que eso fuera así, que no sé ni por dónde empezar, pero lo voy a intentar.
En primer lugar, ¿qué problema hubiera habido en que nuestras jóvenes aspirantes hubieran tenido que hacer un suquet, una zarzuela, un buen arroz marinero o una sopa de pescado de rechupete? ¿Por qué siempre que se le pide a alguien que demuestre que sabe cocinar se espera que haga el triple salto mortal con doble tirabuzón carpado hacia delante? Y no me vengan con el cuento de la excelencia. Es tan complicado y, por supuesto, tiene el mismo mérito hacer de forma excelente cualquier receta tradicional. De hecho al paso que vamos, en breve tendrá mucho más mérito porque no habrá nadie que las cocine.
Y más, si el mensaje que les trasladamos a los chavales a los que les interesa esto de la cocina es que lo que mola mazo -perdonen el ramalazo boomer- son las sardinas con remolacha y no las sardinas a la brasa encima de una buena rebanada de pa amb tomàquet, o si como mínimo no ponemos ambas cosas al mismo nivel de exigencia. ¿De verdad había que poner a esas crías a cocinar esas majaderías?
Por otro lado, desconozco qué ha pasado cuando el programa ha visitado otros lugares pero, ¿qué tal aprovechar para hacer difusión del patrimonio gastronómico? Ya sé que ustedes todos saben qué es el suquet y la langosta a la catalana -básicamente igual que a la americana pero con chocolate, creo- pero a lo mejor hay alguien en Matalascarbillas del Duque -no lo busquen que me lo acabo de inventar- que no tiene ni zorra idea.
«Las técnicas de cocción, tanto clásicas como modernas, son un patrimonio que el cocinero debe saber aprovechar al máximo», se decía en ese famoso decálogo de El Bulli, que no tenía diez puntos, sino veintitrés, que hasta para eso eran especialitos. Y ahora vas y lo cascas. «Lo autóctono como estilo es un sentimiento de vinculación con el entorno», se decía también. ¿Dónde ha quedado todo esto?
Hemos sacralizado la creatividad y, en consecuencia, no ser creativo o no aspirar a serlo es un pecado. Y uso las palabras sacralizar y pecado con toda la intención. La modernidad es suicida. Aspira a convertirse en tradición que a su vez será sustituida por una nueva modernidad, y así sucesivamente como el eterno retorno de los estoicos. El problema es todo lo que se pierde por el camino. Llámenme retrógrado si quieren. Me la suda.