Los que nos asomamos a la gastronomía después del año 1993 —la mayoría de los que leamos esto— hemos vivido siempre este mundillo como un permanente crecer, como una tendencia alcista sin fin en la que las revoluciones, los nombres clave y los éxitos se sucedían año tras año. Hasta tal punto ha sido así que nos cuesta, a mí el primero, entender que puede haber otra realidad.
Me crié en los años 80, en una época en la que el baloncesto en España pareció, al menos por unos años, estar en condiciones de disputarle el espacio mediático al fútbol; la época de la medalla de plata en Los Ángeles, la de Fernando Martín marchándose a la NBA; la época de Epi, de Sibilio, de Villacampa…
Fue un tiempo en el que los partidos se retransmitían en la primera de TVE, en el que los periódicos dedicaban páginas a la liga y a los jugadores y en el que vivimos inmersos en una burbuja feliz que el batacazo en Barcelona 92 acabó por reventar. Hubo luego otros momento brillantes, porque en historia, normalmente, las cosas no ocurren de un modo lineal y no son extraños rebrotes más o menos intensos que no cambian la dirección general de las cosas.
30 años después, sin embargo, aún con los éxitos que ha habido entremedias, creo que nadie podría rebatir que ese momento pasó, que fue bonito mientras duró, pero que ya no queda apenas nada de aquello. No son muchas las personas de tu entorno que puedan nombrar a tres jugadores en activo en la actualidad, seamos sinceros. Porque nada dura para siempre.
En España, hemos vivido tres décadas brillantes en lo gastronómico que han conseguido, además, captar la atención mediática global. Del New York Times para abajo, hasta llegar al periódico de tu pueblo, todos los medios han dedicado portadas, reportajes y especiales a la cocina, a los cocineros, a las grandes ferias y a los restaurantes más destacados y a veces a algunos otros, ya de paso. Hasta mi madre, a la que todo esto le interesa más bien poco, sabe perfectamente quiénes son Adrià, Dabiz Muñoz, Carme Ruscalleda o Joan Roca. Y no sólo lo sabe, sino que con frecuencia me comenta las noticias relacionadas con ellos cuando voy a comer a su casa.
Y, sin embargo.
Escena segunda. Exterior, día. NOMA anuncia que cierra. O que va a cerrar, más bien, en algún momento del futuro. Y algo parece haber cambiado desde que, hace ahora 11 años, elBulli hiciera lo mismo. Lo que por entonces fueron adhesiones y homenajes son hoy, en buena medida, silencios que se antojan incómodos, cuando no reproches más o menos velados. El modelo era insostenible, se apunta, incluso desde el propio restaurante. Como se apuntó, no hace tanto, cuando DiverXO subió precios para poder seguir siendo viable.
Pero hoy no voy por ahí. El tema es complejo y está lleno de flecos hacia los que no quisimos mirar durante mucho tiempo y que, pese a ello, siguen ahí, en parte gracias a nuestro silencio cómplice. Pero hoy no quiero hablar de flecos y prefiero centrarme en el tejido en su conjunto.
Algo está cambiando. No sé si para bien —espero que sí, al menos en unos cuantos aspectos— o para mal. Las acusaciones a Dan Barber, hace unos pocos meses. Las confesiones de Redzepi, que se salió del armario de los ambientes laborales irrespirables. Las acusaciones a Heston Blumenthal por no pagar horas extras y algunas cosas más. Las acusaciones a Mario Batali. Las acusaciones al ex jefe de repostería del restaurante Jean Georges de Nueva York. El cierre de Fäviken cuando todo parecía indicar, episodio de Chef's Table incluido, que estaba en lo más alto de su carrera. Las memorias de Marco Pierre White o las de Bourdain, trufadas de gritos, drogas y ambientes tóxicos Aquí, más cerca, el cierre de Dani García al poco de conseguir su tercera estrella o el precintado y posterior desaparición del restaurante de Sergi Arola. No la vimos venir, pero no podemos decir que fuese porque nos pilló mirando hacia otro lado.
Son excepciones, lo sé. Y no deberían emborronar el trabajo y las aportaciones que ha habido al mismo tiempo, soy consciente de ello. Pero quizás deberían habernos indicado que en gastronomía, como en todo en la vida, las cosas no son siempre perfectas, que igual había formatos diseñados por encima de sus propias personalidades y que la exigencia psicológica, los daños colaterales y las consecuencias de cualquier error no siempre eran asumibles.
Digamos, por no estancarnos ahí, que con todo aquello fuimos dejando atrás el periodo clásico, si lo queremos enfocar en términos históricos. Entramos, a continuación, en un momento manierista, por seguir con este lenguaje, con tintes barrocos, a veces rococó, churriguerescos, quizás. A veces incluso kitsch. Y si sabes de historia del arte sabes que, aunque no sean matemáticas, esa sucesión suele indicar la evolución, el declive y el agotamiento lógico de una etapa.
Todo esto nos trae hasta aquí, a un momento en el que siguen ocurriendo muchas cosas interesantes, afortunadamente, pero en el que algunos modelos empiezan a mostrar signos de agotamiento. Y, sobre todo, algunas audiencias, cada vez más amplias, muestran su cansancio, algo que habría sido impensable hace solamente cinco años.
La película El Menú (Mark Mylod, 2022) es un buen ejemplo: el fenómeno gastronómico se ha convertido en algo tan reconocible que es posible plantear una comedia basada en sus gestos más característicos. El exceso de entusiasmo, el esnobismo, el intento impostado de intelectualidad, las apariencias, la exclusividad, los rituales, la veneración… todo está ahí, en tono de comedia, reconocible para quienes vamos con frecuencia a restaurantes, pero también para quien no.
El libro de la cocinera Maria Nicolau, y aún más que el libro el éxito arrollador del mismo, señala, aunque de entrada pueda no parecerlo, en la misma dirección: hay otros enfoques, nos estamos dejando cosas en el camino. Hay otro mundo —gastronómico— ahí fuera.
Llegados a este punto, creo que lo que nos queda es asumir que la vida pasa y que con ella van pasando las épocas y las modas; quedarnos con todo lo bueno de los años pasados y pensar en un futuro en el que la gastronomía es ya algo mainstream y en el que sería bueno que consiguiésemos que volviese a ser algo cargado de contenido y capaz de generar los entusiasmos que vivíamos hace unos años. Porque ahora mismo, en buena medida, no lo es.
La prueba, para mí, está en una entrevista que leía no hace mucho. ¿Qué hace falta para ser un buen gastrónomo? preguntaban. "Dinero", fue la respuesta del entrevistado. No hace falta decir quién era, porque no importa. La idea ni es original ni es nueva, aunque sí es terrible, en mi opinión, porque limita la gastronomía a su parte más pequeña aunque, eso sí, también más brillante. Y, como urracas, parecemos prendados de ese brillo.
Esa gastronomía entendida sólo como una parte, la parte cara, es un fenómeno que provoca rechazo y que provoca exclusión. Porque la gastronomía está en el cubierto a 250€, sí, pero está también en las bibliotecas, ese lugar mitológico. Está en los mercados, en los productos, en las tradiciones construidas alrededor de la alimentación; está en los cafés históricos, está en la tradición oral; está en los archivos, en sentarse a la mesa alrededor de un café y un bizcocho humilde cocinado con la receta de la familia, está en el "harina, la que admita". Está en toda una serie de cosas que no exigen dinero para ser asequibles: exigen tiempo, curiosidad y capacidad para entenderlas. Está en todo eso que dentro de 100 años seguirá ahí, quizás cuando el nombre de muchos de esos restaurantes carísimos ya ni se recuerde. O se recuerde, si acaso, como el signo material de unos tiempos, nada más.
Reducir la gastronomía a la restauración, la restauración a la restauración de lujo, la restauración de lujo a la exclusividad y la exclusividad al alarde es renunciar a la idea de gastronomía como cultura y convertirla en mera ostentación. Entender que la gastronomía está solamente en las mesas que no cualquiera se puede permitir es devaluarla al papel del simple bien de consumo y dejar por los suelos todo lo que nos ha sido legado través de ella.
Si la gastronomía es algo que solamente disfrutan aquellos happy few que pueden pagarla, los últimos 30 años, siento decirlo, no han servido para nada. Y eso es algo que me niego a asumir, porque para eso ya tenemos Dubai y sus restaurantes descontextualizados, absolutamente al margen de su entorno, me atrevería a decir que también de su tiempo, enfocados a quien pueda permitirse el capricho y no se detenga en más consideraciones.
Así que lo que nos queda es, o renunciar definitivamente, cosa a la que me niego, o empezar a reconstruir algunas cosas y a dar la batalla, cada día en defensa de que la gastronomía, en realidad, es, sobre todo, cultura. Y que la cultura es algo que tiene poco que ver con el dinero, algo que se piensa, se construye y se comparte. Algo que habla de quiénes somos como personas y como sociedad. Me niego a que ese papel sea ejercido por el dinero.