Carroñeros

Artículo de Albert Molins
Alrededor de los restaurantes pulula una variada fauna de especies que, cada una a su manera, tratan de sacar tajada del negocio, el dinero y el esfuerzo de otros y que terminan dejando un buen montón de cadáveres.
Por Albert Molins
02 de marzo de 2022

Cuando un sector, el que sea, sobresale o gana cuotas importantes de interés y popularidad automáticamente empieza a merodearlo la fauna más variopinta. La gastronomía no ha sido ni es una excepción y este ejemplar que les escribe, si ustedes quieren, tampoco. Hasta cierto punto es normal. A fin de cuentas las moscas siempre van a la miel -o la mierda- y el éxito de la gastronomía y los restaurantes ha traído mucho negocio, pero también mucho caradura.

Por un lado, tenemos las agencias de comunicación que las hay honestas, pero que en su gran mayoría son un cáncer para sus víctimas clientes y para los sufridos periodistas que nos vemos literalmente abrumados por notas de prensa escritas por estudiantes de primaria sobre restaurantes y productos sin ningún interés. A ellos les prometen una visibilidad que en el mejor de los casos no necesitan y en el peor no merecen. Y a nosotros nos invitan a vivir experiencias (in)olvidables de cocinas fusión imposibles en un ambiente cool canallita. A ellos les engañan y a nosotros nos dan el coñazo, mientras ellas se lo llevan crudo.

Este modus operandi ha generado otras dos especies más dentro de esta fauna carroñera. En primer lugar, la de los ya conocidos instagramers -sobre todo- que escriben a los restaurantes para que les inviten a cambio de un plato de lentejas en forma de un post y tres stories en su perfil, aunque solo les sigan su madre, su abuela y un ejército de usuarios más falsos que el pedigrí gastronómico de un exhibicionista caviar, comprados en una fábrica de bots en China.

Y en segundo lugar, avispados colegas de profesión -de la mía- o gente que escribe de forma free lance aquí y allí, que gozan de cierto prestigio en el mundillo y del que se valen para constituirse en una suerte de agencia de comunicación unipersonal y para prometer, a cambio de una módica -dicen ellos- cantidad mensual, que conseguirán la estrella Michelin para el incauto cocinero y su local cool canallita. Hay que tener unos huevazos enormes.

Antes de que alguien me lo recuerde, debo explicar que en una ocasión me constituí en agencia de comunicación yo solito y di cuatro consejos a un restaurante de mi barrio. Incluso pensé en llamarme el Plátano Volador, pero el nombre ya estaba cogido y la Naranja Mecánica pensé que llevaría a confusión.

Se trataba, se trata de hecho, del restaurante de unos amigos. Concretamente de ese restaurante rumano al que, si siguen mis redes sociales, sabrán que visito con cierta frecuencia y donde casi siempre pago la cuenta. Jamás cobré nada, por supuesto, ni les prometí la estrella Michelin. Mis amigos, al final, no me hicieron ni puto caso, cosa que estoy convencido de que es la razón de que sigan abiertos y trabajando. Si alguna vez visitan Barcelona, vayan. Se llama Transilvania y se come razonablemente bien por una cantidad igualmente razonable de dinero. Win win.

Pero sin duda la peor de las especies de rapaces que pululan el ecosistema de los restaurantes es la de los asesores o consultores gastronómicos. Sí, claro. Como en el caso de las agencias también los hay honestos, pero por regla general se cuentan entre los mayores estafadores que ha parido madre.

Por desgracia, tengo la sensación de que donde más flaquea la mayoría de los locales es en el apartado de la gestión pura y dura. Así que cuando las cuentas empiezan a no cuadrar o se quiere abordar una ampliación del negocio la tentación que sienten muchos cocineros y propietarios es recurrir a uno de estos buitres, cuya falta de escrúpulos y valores es enciclopédica.

Son los que se llenan la boca con cosas como food as a service -¿cuándo no ha sido un servicio el dar de comer?-, los que animan a los restauradores a digitalizar sus negocios e incluso a espiar a sus clientes rastreando sus teléfonos móviles -sabed que es ilegal- para saber más de ellos y así ajustar su oferta al público.

Son los que, sobre todo, recomiendan a sus víctimas clientes que hagan grandes inversiones y grandes movimientos para los que no tienen ni el dinero ni la capacidad operativa, por lo que terminan poniéndose en manos de los bancos -endeudados hasta las orejas- y de las plataformas de delivery -que se comen los posibles beneficios a menos que factures un trillón-. El resultado final suele ser la ruina, trabajadores en el paro y proveedores que dejan de cobrar. Esperanzas y sueños rotos, mientras el asesor consultor se va a Ibiza el fin de semana a pasear en su velero.

A veces incluso montan restaurantes desde cero, con ambiente cool y canallita que sirven platos con nombres ridículos y que las agencias de comunicación tratarán de colocarnos a los periodistas como si no hubiera un mañana, para tratar de que su víctima cliente no pase engrosar la lista de cadáveres.