Pues ya está. Estamos a punto de completar otra vuelta el sol —en una expresión que se ha puesto de moda— y de momento ya estamos inmersos en la Navidad con sus comilonas, el reencuentro con el cuñado y toda su parafernalia. También estamos muy cerca de que vuelvan los de la bola de cristal que nos explicarán, con la autoridad de barra de bar que les caracteriza, cuáles van a ser las tendencias gastronómicas para este 2023 que tenemos a la vuelta de la esquina. Y también como siempre, acertarán algunas y se equivocarán en otras, porque como dijo el sabio, en esta vida acertar o equivocarse depende mucho más de la suerte que de lo que uno sabe o deja de saber.
A medida que me hago mayor, la verdad es que me vuelvo más nostálgico. Será porque en esta vida son más las cosas que he perdido que las que he ganado, excepto kilos claro. No es una queja, entiéndanme. Creo que la pérdida es constitutiva a nuestra vida y que el reto, en todo caso, es aprender a vivir con los fantasmas, tal y como decía el filósofo Jacques Derrida. Un tío muy optimista como pueden ver, indicadísimo para cualquier sobremesa de estas fiestas navideñas.
Yo no tengo una bola de cristal y no tengo ni pajorera idea de lo que nos depara el futuro gastronómico. Tampoco me importa demasiado porque no soy un trendy adopter. Así que en lugar de hacer pronósticos aventurados, prefiero hacer una lista a Papá Noel o a los Reyes Magos —escojan ustedes a aquel de quien sean más devotos— para pedirles cosas que me gustaría que volvieran y otras que fueran una realidad desde este nuevo año que estamos a punto de descorchar.
Quisiera pedir, en primer lugar, un sector gastronómico en su conjunto menos complaciente y más autocrítico. Entre todos tenemos un ombligo del tamaño de Kansas al que no dejamos de mirar. Se habla mucho del ego de los cocineros, pero muy poco del de algunos de los que nos dedicamos a escribir sobre ellos.
Precisamente para estos últimos, sobre todo los más jóvenes, deseo que se acabe la precariedad en la que se ven obligados a realizar su trabajo. Nunca más artículos a veinticinco euros, ni que veinticinco euros arriba o abajo se conviertan en el campo de batalla para rencillas, discusiones, peleas y el quítate tú para ponerme yo.
Sigo a la búsqueda de un editor valiente, que se atreva a crear una publicación gastronómica que vaya más allá de las recetas, los cocineros y los restaurantes y que dé voz, de una vez por todas, a una de las generaciones más brillantes del periodismo gastronómico que hemos tenido en España. Quién sabe. Quizás 2023 sea el año en el que alguien triunfe en lo que otros fracasamos.
Muerte definitiva a las patas de pulpo con parmentier, los tatakis infectos, el aguacate por todos lados, las gyozas de bolsa y las patatas fritas congeladas. Larga vida al menú del día honesto, a una cocina más directa y transparente, sin tantos fuegos artificiales y sin tanto pim-pam-pum, para epatar a cuatro bobos, con platos que no son más que una acumulación de ingredientes caros.
Estoy harto de la creatividad entendida como se entendía hace 25 o 30 años. Deseo una nueva creatividad, basada en otros valores, con menos discurso vacío y más enjundia. Más conectada con la realidad, con el terroir, con los productos y con los productores, pero que no caiga en el dogma del kilómetro cero. Y si ustedes quieren hasta una creatividad de la pobreza. Más platos con tubérculos y menos con caviar.
De hecho, no tengo claro ni que tengamos la necesidad de seguir abanderando el discurso o la vanguardia de la creatividad. Toda cocina es creativa, desde la del restaurante más top hasta la doméstica. Seguir aferrados a ella es demodé, trasnochado antiguo y lo menos vanguardista que uno se pueda imaginar.
En definitiva, con la llegada del año nuevo se abre otra oportunidad para la esperanza de que la gastronomía en España, en su conjunto, se deshaga de viejos vicios y adopte nuevas virtudes. Ese sería mi mayor deseo.
Y por encima de todo, salud y suerte para todos. ¡Feliz Navidad!