Ánimo que ya solo quedan hoy por la noche y mañana el día de Reyes. Si han resistido ustedes todos los atentados gastronómicos de suegras y cuñadas —además de a los propios— mi más sincera enhorabuena. Precisamente vinculado a la noche de Reyes, guardo una de las peores experiencias en estas cosas del comer navideño. Digamos que mi madre se ha quedado con todas las habilidades gastronómicas de mi abuela y su hermana, o sea mi tía, a cuya casa acudíamos todos los 5 de enero, era —coquinariamente hablando— ETA.
Ella misma no tenía objeción en reconocerlo y siempre decía que el problema era que odiaba la cocina. Así que un año, cansada —ella y nosotros— de asados criminales y guisos delincuenciales, decidió que no iba a complicarse la vida y que haría chocolate a la taza con nata y bizcochos para mojar. En su cabeza sonaba espectacular… ya me entienden.
Es que es verdad, ¿qué podía salir mal? Leche a calentar en una cazuela, un par de paquetes de chocolate disueltos, remover, a esperar que espesara, nata y bizcochos de una buena pastelería, encargados con la debida antelación y listos. Pero la diosa Fortuna nos tenía preparado un «sea of troubles», un torrente de calamidades, en forma de resfriado monumental que anuló por completo el olfato de mi tía, y por lo visto el de mi tío y el de mis primos, a pesar de que estos estaban sanos como una manzana.
Porque, les aseguro que era palmario, para cualquiera, nada más poner los pies en esa casa, que el chocolate se había pegado con fuerza en el fondo de la cazuela, como si le fuera la vida en ello. Eso no había quien lo salvara, pese a los esfuerzos de mi madre por recuperar los restos del naufragio, que olió nada más salir del ascensor.
Tampoco se podía comer, como comprenderán, aunque lo intentamos con toda nuestra buena voluntad, más por tratar de consolar a mi tía que no por hambre ni mucho menos porque nos apeteciera. Así que después de ese desaguisado, los años siguientes en casa de mis tíos y en la noche de Reyes, antes de abrir los regalos, no se sirvió otra cosa que canapés que, dicho sea de paso, pueden y suelen ser un campo de minas, con ese excremento que es el sucedáneo de caviar y esas pastas de atún con hilo de ketchup, entre otras marranadas.
Al final, el camino que tomó mi tía fue el más sabio, el más honesto y por tanto el correcto. Si la cocina se le daba rematadamente mal y además la odiaba, ¿por qué se iba a complicar la vida por mucha noche de Reyes que fuera? Ella ya cocinaba todos los días para su familia, lo cual ya debía ser suficiente suplicio, así que no había ninguna necesidad de poner a prueba unas habilidades que no poseía, ni un sentimiento —el de cocinar para los demás más allá de la carne empanada y de la verdura hervida— que no habitaba en ella. En el fondo, la mejor prueba de amor y que nosotros y nuestros estómagos le importábamos de verdad fue precisamente recurrir a los canapés.
Por si no había quedado claro, aquí estamos en contra de un uso demostrativo fuera de lugar —sea lo que sea que se quiera demostrar— de la cocina. De hecho, en la vida nunca hay que pretender ser lo que en realidad no se es y además no hay ninguna posibilidad de llegar a ser. Mi madre siempre se medio enfadaba con su hermana porque pensaba que el problema era que no le ponía el suficiente "interés", ni el más mínimo "mimo" ni que fuera una vez al año. Y no era verdad, porque no se le pueden pedir peras al olmo.
Pero sin duda existe una presión estos días para lucirse. En Navidad no vale cualquier cosa. Hay que cocinar lo que no cocinamos el resto del año, aunque no te guste cocinar y lo hagas rematadamente mal. Eso de que lo importante es estar todos juntos es un cuento chino. En Navidad no vale eso de que menos es más y resultaría casi inconcebible que alguien dijera algo como "os quiero tanto que os voy ahorrar el sufrimiento de tener que comeros la bazofia de pato a la naranja que me iba a salir y por eso he decidido hacer pa amb tomàquet y unos embutidos de la leche".
Así que estos días, siento mucho el sufrimiento de todos aquellos que han tenido que comerse auténticas mierdas de gente que no solo no sabe cocinar, sino que además odian hacerlo, pero aún siento mucho más el silencioso sufrimiento de todas estas personas que estos días se han tenido que meter en la cocina sin tener ningunas ganas y convencidas de que lo que iba a salir de sus fogones iba a ser directamente incomible.
No tenéis por qué pasar por esto. Rebelaos y la próxima Navidad comprad canapés. Los hay que incluso están buenos.