En Murcia existe un tipo de espárrago en peligro de extinción, el Asparagus macrorrhizus, conocido también como esparraguera del Mar Menor. Es un arbusto cuyos tallos puedes confundir con el romero, aunque ahora en otoño se viste con pantone naranja, a la moda. La peor de las ocurrencias de esta esparraguera es que salió urbanita, por no decir quinqui, porque solo brota en los márgenes de entornos urbanísticos, sobre arenales, solares y zonas ajardinadas donde se pisa y, sobre todo, se construye sin miramientos.
Este espárrago de presencia rara y escasa es una de las 6.120 plantas que conforman la flora de la península, Baleares, islas Columbretes (C. Valenciana) y Alborán. La catalogación se ha logrado tras 39 años de riguroso trabajo por parte de dos generaciones de científicos, algunos de los cuales no han llegado a ver publicado el tomo final, el vigésimo quinto. Reciben todos mi más sincera admiración, pues esta empresa es en sí misma una hazaña, inaudita incluso, en tiempos en los que el ansia y la precipitación mandan.
He llegado a esta gesta botánica gracias a Clemente Álvarez, periodista de El País. De toda la luz que arroja en su artículo, destaco dos cifras que me han fascinado. Por un lado, que el 22% del catálogo responde a especies que solo brotan aquí, en ninguna otra parte del planeta se dan. Es un porcentaje mayúsculo y mayor al resto de países europeos, que corrobora la ingente riqueza natural que nos rodea y la necedad supina que gastamos.
El otro número es igual de apabullante. Determinar los más de seis mil ejemplares ha supuesto previamente analizar y comparar más de sesenta mil denominaciones en las diferentes lenguas del territorio. Es decir, han barajado diez veces más nombres que especies resultantes. Ambos datos me empujan a generar una correspondencia con la cocina.
Bajo mi punto de vista, la unidad mínima para lograr entender la cultura gastronómica de cualquier territorio es la receta. Habrá quien me espete que es el ingrediente y sí, vale, la perra gorda para quien me tosa, pero a nivel cultural, no solamente agronómico, es la receta la que ofrece información antropológica, económica y técnica, además de radiografiar todas las identidades comunitarias vinculadas. Una manzana, por muy local que sea, no brinda la misma información etnográfica que una tarta de manzana.
Las recetas de España merecen un trabajo igual de riguroso que el proyectado con la flora. Salvando las distancias, incluso cierta metodología podría ser calcada. Fantaseo con la idea de una comisión cuyo propósito consista en recopilar, comparar, cribar e inventariar las recetas de la cocina española o, mejor dicho, las diferentes cocinas regionales que conforman ese contenedor tan complicado como difuminado como es la cocina española. Lo matizo porque para mí no existe, igual que tampoco creo que exista la cocina china o la cocina francesa, aunque la frontera moderna nos ayuda a delimitar el acervo común, lo cual ya es sumamente valioso.
La Real Academia de la Gastronomía abre camino en su web, donde recopila las 100 recetas más significativas, pero ojalá tras estas cien recetas vengan cien más y así paulatinamente hasta completar un catálogo como el de la flora ibérica. Su papel es fundamental. Sin el apoyo académico, es inviable y kamikaze, como demuestra la reciente publicación independiente "Los 100 grandes platos de la cocina española", un libro hecho con mirada oportunista (como casi todo lo que sale de Planeta Gastro) y prisa, mucha prisa, tanta que se olvidaron incluir las cantidades en las recetas, por no hablar de la selección de ciertos sifonistas para desarrollar elaboraciones tradicionales.
Estoy segura de que saldrán miles de recetas de la gran catalogación que aún tiene pendiente nuestro país, entre las cuales encontraremos fórmulas en peligro de extinción o incluso extinguidas, pero claro, "no se puede proteger lo que no se conoce", como escribe Clemente Álvarez sobre el flamante herbario. La buena noticia es que devolver la vida a una receta es mucho más fácil y rápido. Ojalá no pasen 39 años.