El otro día, en Twitter, alguien decía que hervir unas judías o tostar una rebanada de pan no era cocinar. Que entrar cinco minutos en la cocina -es un decir- para preparar algo con lo que alimentarse, pues que eso no era cocinar. Desconcertado y patidifuso. Estamos peor de lo que creía, pensé. Si eso no es cocinar, ¿entonces qué diablos es?
Si se acuerdan, hace unas semanas les hablaba del palabro gourmetización. De cómo determinadas recetas y no pocos platos habían colonizado las cartas de todo tipo de restaurantes, solo por el hecho de que un tataki parece más mejor que unas lentejas, más fisno y elegante. Lo que no había alcanzado a ver, cuando escribí esto, es que la gourmetización contaminaba, también, al hecho de cocinar.
Cuando el primer homínido recogió una fruta muy madura que había caído del árbol -probablemente ya estaría fermentando- y se la comió, podemos convenir que no cocinaba nada. Lo cual no quiere decir que no debamos estarle agradecidos, pues gracias a ese gesto, hoy podemos beber vino sin emborracharnos al primer sorbo. Cosas de la evolución. Pero cuando recoger fruta madura para después consumirla se convierte en hábito, ¿estamos cocinando? No requiere mucho esfuerzo. Básicamente dejar que la naturaleza siga su curso. Probablemente no.
Una vez más, alguien se topó con una ostra por primera vez. Se dio cuenta de que eso se podía abrir, la golpeó con o contra algo y se la comió. Además de ser un valiente, ¿estaba cocinando? Este es un acertijo clásico que habrán escuchado más de una vez. Hay quien dirá que no, porque no estaba transformando nada, lo cual es muy discutible porque abrir la ostra, ni que sea a lo bruto, hace la diferencia entre lo comestible y lo incomestible. En todo caso, admito que -como tantas cosas en la vida- la cuestión es como mínimo debatible.
En lo que seguro que sí que nos pondremos de acuerdo será en algunas cosas que tienen en común los dos ejemplos que les acabo de poner. En primer lugar, si alguien se arriesgó a terminar borracho o intoxicado fue porque seguramente tenía hambre. Probablemente canina, en el caso del de la ostra. En segundo lugar, si los únicos recursos que te ofrece el entorno es una fruta pocha y algo que se parece a una piedra, pero que has visto que otros animales se comían, pues vas y tiras para adelante.
Y en tercer lugar. Los humanos nos caracterizamos, entre otras cosas, por transmitirnos los unos a los otros el conocimiento, sobre todo aquel que es práctico. Lo llamamos educación. Así que -aunque no tengo pruebas- es fácil que el primero que se comió la ostra y sobrevivió al intento, recogiera más, las llevara a su cueva o donde fuera que vivía con el resto del clan, e hiciera una demostración práctica de cómo abrirlas. O sea: las preparó para alguien y enseñó a otros a hacerlo. Si eso no es cocina, se le empieza a parecer mucho.
Sobre todo porque les estaba enseñado cómo alimentarse y cómo sobrevivir sin caer enfermos y con lo que tenían a su alcance, con lo que se podían permitir.
Y es que cocinar es, antes que nada, alimentación, salud, supervivencia, aprovechamiento de los recursos, gestión del tiempo… Y por supuesto que hervir una verdura o tostar una rebanada de pan es cocinar. Encaja. Pero hemos gourmetizado, también, el hecho de cocinar, y solo nos parece que cocinamos cuando aquello que sale de nuestras sartenes, nuestros peroles y de nuestros hornos merece terminar en nuestra cuenta de Instagram. Cuando tardamos tres horas y no veinte minutos. Cuando usamos veinte ingredientes y cinco tipos de cocciones distintas y no cuando usamos uno y una.
Eso que hacemos los domingos, en Navidad o cuando tenemos invitados también es cocinar, claro que sí, pero no es la parte importante de cocinar, porque es excepcional. La importante es la otra, la que alimenta, la que cuida, la que ama, la que podemos enseñar a nuestros hijos, la que hacemos cuando tenemos poco tiempo porque algo hay que comer -digo yo- y la que hacemos con lo que nos podemos permitir cada día de nuestra puñetera existencia. Y que no lo entendamos es dramático.
No lo duden. Cocinar una verdura, hacer un guiso simple, tostar una rebanada de pan, meter en un horno un pescado con cuatro patatas es un acto político de consecuencias económicas y sociales tremendas. Cocinar es un acto revolucionario, quizás el único auténticamente revolucionario que nos queda.
Se imaginan qué pasaría si hubiera una masa crítica importante que decidiera, por ejemplo, no volver a comprar jamás en una gran superficie y comprar solo a pequeños productores artesanos, o que decidiera solo comprar alimentos de proximidad o ecológicos o que -Dios no lo quiera- de repente todos fuéramos veganos.
Despojar al hecho de cocinar de todos estos valores y vincular la cocina exclusivamente al hedonismo más vacío es una victoria más del capitalismo y de la sociedad de consumo de masas -por eso también cocinar una puta verdura buena, bonita y barata es revolucionario-. Es la esencia del capitalismo: vestir diferente, escuchar música distinta, cocinar diferente nos hace pensar que somos guays, cool, radicales, pero es en lo que se basa el sistema económico.
La industria de la alimentación lo ha entendido y su objetivo han dejado de ser las amas de casa y han pasado a ser los foodies, una especie de fashionable food victim, que dice que ama cocinar, pero que no tiene ni zorra idea y para el que, lógicamente, hervir una berza no puede ser cocinar nunca de la vida.
Y es que como explica Ramón González Férriz en La revolución divertida, el marketing no va de vender productos, sino de construir nuestra subjetividad y crear identidades de grupo -en este caso el de los foodies- a través de hacernos creer que somos únicos cuando más bien lo que sucede es todo lo contrario.
La hegemonía política -sigue González Férriz- no es más que una consecuencia de la hegemonía cultural. Así que, aquel que tiene la segunda tiene la primera. Ustedes mismos. ¡Cocinar o muerte, camaradas!