Nada, leves distinciones que, sin embargo, dibujan en la profesión un retrato robot certero de aquel que -como cualquier hijo de vecino- necesita cuidado mental. Que necesita, como diría el diputado desatado, irse al médico.
Todos conocemos infinidad de casos de cocineros con cuadros de ansiedad continuados, con auténticas huidas hacia delante para evitar parar, detenerse, poner en pausa la partida. Esencialmente porque en muchos casos la rueda gremial no lo concibe, no lo permite o, simplemente, no se aviene a verbalizar que cuando la cabeza hace pop, ya no hay stop. El resultado: un reguero de profesionales crujidos cuyos platos celebramos en una algarabía de reconocimiento feliz.
Las narrativas gastronómicas resultan a menudo un trampantojo con el que ocultar una debilidad. La conversión del cocinero en superhombre. El oficio alfa. Artesano, artista, empresario y role model. Todo eso, en el escaparate del lucimiento. Detrás de los farolillos, la competición voraz: inestabilidad, ritmos endemoniados, jornadas imposibles.
Un oficio que acarrea, por si todo fuera poco, la devoción. A uno le gusta tanto lo que hace, es tan vocacional en su cocina, que es capaz de enredarse con la soga dispuesto a acometer una misión poco menos que definitiva. El amor que no todo lo puede, pero que sí todo lo justifica.
Como no va a ser el sistema de las gastronomías el que vaya a cambiar (¡más rápido todavía!, ¡más nuevo!, ¡más esencialista!), resultaría bien nutritivo escuchar con hábito aquellos testimonios de los profesionales que reventaron, se rehicieron y volvieron; los testimonios de los que están en ello, en el mientras tanto. Los testimonios de los que se quedaron en la cuneta. Y de los que están al borde de. Si hasta Messi abrió la compuerta.
Una realidad incómoda que haría entender mejor qué se esconde detrás de esa ventana. Donde todo es más frágil de lo que aparenta ser.