"Come y bebe lo que quieras y puto muérete". Eso dice Ricky Gervais —al que creo que en el fondo detesto, supongo que como nos debe detestar a todos— en SuperNature, su última performance grabada para Netflix (2022) en la que, como de forma habitual, pone a prueba una vez más los límites del humor. El cómico deja caer la frase para quitarle hierro a que la vida se acorta si tienes una mala alimentación para acto seguido soltar una serie de chascarrillos que evidencian las consecuencias nefastas que lo mismo puede acarrear. Así es con Gervais: una de cal y otra de arena, contra todos y contra todo, hiriendo sensibilidades, siempre en pro de su humor.
A veces pueden dar ganas de llevarlo a cabo, sin querer matarse —eso se lo dejamos a Marcello, Philippe, Ugo y Michel, protagonista de La grande bouffe (Ferreri, 1973)— pero excediéndose porque sí, como hacía Samuel Pepys (1633–1703), cuyo diario gastronómicos, editado por Robert Latham y William Matthews, ha traducido recientemente Nordica Libros, y dice tal que esto:
Finalmente, mandé a mi mujer y a su compañera de habitación a la cama, y el señor Hunt y yo nos fuimos con el señor Thornbury (que había provisto de vino a aquella gente, pues es el bodeguero real) a casa de este. Allí bebimos a la salud del rey y nada más, hasta que uno de los caballeros cayó borracho como una cuba y se quedó tumbado vomitando. Fui a casa de milord en bastante buen estado, pero nada más acostarme, la cabeza me empezó a dar vueltas y me puse a vomitar. Si alguna vez he estado ebrio ha sido entonces, aunque no puedo asegurarlo, pues me dormí y no desperté hasta la mañana. Solo cuando me levanté vi que estaba cubierto de vómitos. Así terminó el día, con alegría por doquier.
Comer y beber sin que nada más importe, ni la salud, el dinero, el amor u otras responsabilidades para con uno y los demás se antoja un buen plan. Porque solo hay que ver el panorama, ¿no? Por ejemplo, resulta que a causa de la sequía que afecta al mundo, los pimientos picantes no crecen y se ha frenado la producción de la salsa Sriracha que —aunque las hay mucho mejores— ha triunfado en todo el mundo. Todo un logro, a pesar de que en gran parte del planeta pudiente no se tenga una preferencia tradicional por el picante y, más grave aún, mucho hablar de sal rosa o sal kala namak del Himalaya y no sabemos mencionar ni dos tipos de pimienta negra distintos.
Como estoy segura de lo anterior y porque a mí me pasaba lo mismo hasta hace un par de años —la pandemia ha cambiado muchas cosas— ahí va un dato de regalo: la pimienta negra de Penja (Camerún) fue, en 2013, el primer producto africano que obtiene una I.G.P. y se puede comprar, entre otras maravillas, en sitios tocados por una especial gracia gastronómica, como es el Va de Cuina, de Jordi Vilà —para el segundo tipo de pimienta negra a aprender, el referente es Roellinger. Y porque vivimos en la sociedad del espectáculo, lloraremos por la Sriracha pero no, por decir algo, por la pimienta negra que realmente usamos o por lo diezmado que ha quedado el trigo castellano este año, con pérdidas de hasta el 50% —pero da igual, porque el pan que abunda se hace o hacía con trigo de Ucrania.
Yo, desde que tras cruzar un puente por error vi que en el Vaticano tenían un seto de plástico, me estoy replanteando seriamente algunas cosas. Cada vez más me dan ganas de espetar esa frase de Gervais a algunas personas queridas que tienen momentos insufribles —como todos los tenemos— y que hablan de movidas del comer mientras comen contigo. Por ejemplo: estáis disfrutando de una comida como del rocío en verano las hojas de las plantas y sueltan algo tipo "uf, hoy una manzana y a dormir". ¿Por qué tengo que escuchar este tipo de cosas en este momento? ¿Por qué me haces partícipe de tu fascismo cotidiano —como diría Angelica Lidell, precisamente, en Mi relación con la comida (Premio Nacional de Literatura Dramática, 2013)— del comer? Si quisiera comer mientras me dicen cosas que no quiero oír, me plantearía ir a Karen's Diner, una franquicia con restaurantes en Inglaterra y Australia donde te insultan y tratan mal a propósito —aunque para lo último no hace falta ir tan lejos.
Cada vez tolero menos las cosas que, como lo anterior, me dan vergüenza ajena —y que siempre me han provocado una suerte de violencia interior—, casi tan poco como tolero el velcro en unos zapatos. Para muestra, un botón: me pareció desconcertante ver a Nathan Myhrvold, fundador de Modernist Cuisine, en un montaje que simulaba La persistencia del tiempo, de Salvador Dalí, dentro del librillo publicitario de Modernist Pizza. En el montaje, las pizzas sustituían a los relojes blandos, imagen manida que fue hasta protagonista de un anuncio de esa cadena que mandó una pizza al espacio en 2001 para que el astronauta Yuri Usachov se la comiera. La cuestión es que han seleccionado precisamente aquella foto para el mencionado librillo y, al pie de la foto, un texto dice así: "Algunas de nuestras fotografías favoritas del libro son aquellas en las que pudimos aunar creatividad y diversión en nuestro estudio". Supongo que desde la editorial me mandaron a modo de aperitivo de lo que es el mastodonte Modernist Pizza, tres tochos con su tapa dura y su caja extradura, porque es metálica, a 425 maravedís o, lo que es lo mismo, 12.553,51 hryvnias ucranianas. Antes de que se enfaden conmigo, diré que probablemente contiene casi todos los conocimientos sobre la pizza habidos sobre la corteza de este planeta, y eso no es poca cosa.
Volviendo a lo de Gervais, pienso en los antinatalistas, sus consignas y en la vuelta de tuerca a todo esto que le ha dado Gat Cosmonauta en su fanzine Salva el planeta. Muérete, elaborado con collages a partir de cajetillas de tabaco. Su propuesta es mucho más radical y no concreta qué muerte escoger —supongo que cualquiera le vale. Por si tenemos dudas, nos sirve también un cóctel molotov linograbado en una botella que identifica como de Moët Chandon, acompañado de un mini artefacto. Si lo compráramos junto al fanzine, como me han dado ganas de hacer, quizás acabaríamos atentando contra nosotros mismos para la autodestrucción. Y me imagino que Dalí ya pensaba en todo esto, cuando se ponía miel de dátil en la comisura de los labios, llegaban a posarse allí las moscas de Port-Lligat, que iban vestidas como por Balenciaga —según le contó a Soler Serrano— y le llegaba la inspiración con la vibración del aleteo frenético de sus alas cada vez más pegajosas.