"A mí lo que me gusta es hacer viajes culturales", me suelta mi sobrino de nueve años mientras ahoga una patata frita en un océano de kétchup. Le pregunto por qué considera él que es un viaje cultural. "Ver museos y esas cosas", me responde y continúa enumerándome lo que tiene más claro, que es lo que no considera que es cultura, como "ir a la playa, a un parque acuático o estar comiendo todos los días por ahí".
No me arremango porque aún es verano y es Málaga y tengo ya la piel dura.
"¿Sabes que la patata que te estás comiendo tiene su origen en los Andes, que los conquistadores la trajeron a España y que al principio se usaba como planta decorativa y como comida para animales? ¿Sabes por qué en Andalucía se espetan las sardinas y se come ajoblanco o por qué en el País Vasco se llama pastel de arroz a un postre que no se hace con arroz? ¿Sabes que puedes conocer a un pueblo por su comida?".
A mi segunda pregunta él ya está en otra cosa con esa habilidad natural que tienen los niños de ignorar a los adultos sin pudor alguno.
Pienso en esta conversación por la tarde, tras los helados de Lauri -de turrón para mí, de chocolate para él, por qué han dejado de hacer el de pistacho- y de pronto me encuentro trazando mapas e intentando averiguar en qué punto exacto del asfalto fue cuando cerramos los ojos. Y en qué kilómetro permitimos que ellos los cerraran.
A mirar también se enseña, no solo a llamar a las cosas por su nombre. Gato, avión, plátano. Mira: el uno, el dos, el tres. Y aplaudimos el acierto, el inventario de afluentes del río Guadalquivir y la precisión que se asienta en la superficie de las cosas que no tocamos. Como si no hubiera nada más allá de la materia, del significante.
Sin embargo, debemos tocar. Y hacerlo sin remilgos. Debemos mirar. Y hacerlo con curiosidad.
Decía Mary Frances Kennedy Fisher que "hay que animar al niño, no frenarlo, como hacen muchos, a observar lo que come y a reflexionar sobre ello". Pero eso supondría sembrar y regar y abonar y quitar hijuelos a esa planta que crece de nosotros pero que aspira a ser libre. Respetar sus tiempos. Tener paciencia. Razonar, debatir, explicar. Buscar las palabras. Mancharse las manos. Prestar atención. Desterrar el come y calla.
Enseñar a comer debería ser asignatura obligatoria en la mesa doméstica. También en los colegios. No podemos permitirnos que un niño piense que la cultura es algo que se mantiene al margen de la realidad, que está confinado entre las cuatro paredes de un museo o entre las páginas de un libro. Como si la cultura no naciera de nosotros para acabar de nuevo en nosotros. Y qué gran viaje.
Abrir los ojos al aprendizaje fuera de los espacios concretos destinados a ello podría ser un primer paso. Abramos esa jaula. Expliquemos a los niños que hay cultura en una receta, que hay historia en un plato, que hay emoción en un conjunto de sabores, que hay personas cocinando para personas y personas que comen para seguir existiendo.
Ellos tienen la capacidad de escoger su alimento y darle significado y ahondar en él tanto como les permitamos mancharse las manos. "Lo importante, para que no se convierta en un cerdo, en un cachorro o en un insecto verde y delicado", continúa con su sutil sarcasmo Fisher, "es dejarle comer desde el principio reflexionando sobre lo que tiene delante". Aunque sea un odioso menú infantil. Pero ese es -será- otro tema.
No soy experta en la materia. Solo soy madre. Yo, que cuando mi hijo llora, le doy una galleta.