Hoy me van a permitir ustedes que me ponga en un tono más sentimental y personal. Ya sé que esta se supone que es una columna de opinión, y que aquí hemos venido a pontificar, a ser elocuentes, a mostrar todo lo que creemos saber, a convertir a los infieles y, en ocasiones, a dar estopa y palo a los herejes. Pero esta es mi columna, así que hoy me voy a tomar algunas libertades -más de las habituales-, porque el confinamiento me tiene hasta el chocho y se lo quiero contar, también en clave gastronómica.
Esto no está siendo fácil para nadie, ya lo sé, pero somos unos cuantos los que por x, y o z nos hemos confinados solos. Queda claro que yo entre ellos. En cualquier caso, habrá cosas que todos extrañamos por igual, pero seguro que cada uno de nosotros hay algo que echa de menos con la fuerza de los mares y el ímpetu de los vientos, que canta Raphael (la Jurado también, ¿verdad?).
Yo llevo dos meses sin ver a mis hijos, así que se pueden imaginar. Los echo mucho de menos, claro. Lo que más, sin duda. El mismo tiempo que llevo sin ver a mi familia y algo menos de lo que llevo sin pisar un restaurante. Tuve que hacer memoria para recordar cuándo fue y cuál fue al último que fui antes del 13 de marzo: 24 de febrero, Hisop, a mediodía, con mi amiga Anna.
Y claro que tengo ganas de volver a los restaurantes, pero de lo que realmente tengo ganas es de comer con mis amigos otra vez. Muero por volver a tener mi casa llena de las personas a las que quiero, de cocinar y de abrir mil y una botellas con ellos. De hablar, de arreglar el mundo -como se suele decir- y después, pues, lo que surja. Soy mucho de tener gente en casa para comer, mucho más que de ir a casa de los demás.
Fíjense, por ejemplo, en la palabra compañero/a. Proviene del latín companio, el que comparte su pan con alguien. Y la encontramos en inglés (companion) y en francés (compagnon). Pocas cosas pueden ser más elocuentes.
Y es que vivo convencido de que cada cosa que comemos nos transforma, no sólo biológicamente. Y la manera cómo comemos es lo más íntimo que podamos imaginar, tal y como me decía la doctora Elena Carrillo Álvarez, Elena, mi dietista. Es una suerte contar con una dietista -y amiga- que entiende tan bien qué significa el acto de comer. Mucho más que alimentarse.
Hace tiempo que los antropólogos tienen claro que todas las especies animales se alimentan, pero que los seres humanos somos los únicos que comemos. Comer es un acto de, en el fondo, una intimidad bestial.
No sólo importa qué comemos, la calidad dietética de los alimentos, su origen o la felicidad que estos nos producen -léase placer-, sino que hay otras cosas que, muchas veces sin darnos cuenta, tienen un enorme impacto en nuestra vida: con quién lo hacemos, la hora del día, la situación, el ambiente. Eso es lo que yo llamo comer.
Por ejemplo. Yo mismo tomo el café sin azúcar y cuando desayuno tostadas, la mantequilla es con sal. No siempre fue así. Ambas costumbres las adquirí tras compartir durante bastante tiempo con dos mujeres, en dos momentos distintos de mi vida. Llámenme influenciable, si quieren.
Detesto comer solo. Me veo obligado a hacerlo a menudo, y más estos días de hastío y encierro, pero lo odio. Si toca, pues toca, pero ese día no como. Ese día me alimento. Alimentarse y comer se dirigen a partes distintas de nuestro ser: la primera al cuerpo, la segunda a nuestra alma.
También hace tiempo que la antropología estableció cómo la comida moldea los comportamientos de las sociedades. En China les pasa como a mí y no les gusta comer solos. Prefieren ir a un modesto restaurante callejero para poder comer acompañados que solos en casa. Y en las islas Trobriand -al este de Nueva Guinea- se consienten las relaciones prematrimoniales, pero no que una mujer y un hombre coman juntos si no están casados.
Y echo de menos esas cenas el sábado por la noche, en las que abríamos una botella de vino y -por supuesto- nos la bebíamos hasta la última gota. Esas cenas que terminaban contigo abrazada a mí y los dos medio fritos en el sofá. También me gustaría que volviera, ni que fuera sólo una, una de esas cenas. No arreglaríamos el mundo ni nuestras vidas, pero quedaríamos satisfechos y nos diríamos todo lo que no nos dijimos la última vez.
Hay que sentir nostalgia sólo por aquellas cosas que hemos perdido, pero que sabemos que volverán, o corremos el riesgo de que la nostalgia se convierta en otra cosa más peligrosa y menos deseable. Sé que esas cenas no se repetirán, pero el maldito confinamiento me las ha hecho echar muchos de menos.
Por suerte sé que sí volveré a cenar con mis amigos y, sobre todo, con mis hijos y mi familia. Porque todas las pandemias, y todos los males, se terminan un día u otro. Comer, compartir, amar…