Con las manos se come y también se cocina. No hay croquetas que no se formen con las manos, tacto que sopesa la masa para imaginarla una vez frita y memorice la mejor mezcla de pan recién rallado para terminar de formarla.
La piel de las manos parece contener neuronas que despiertan con la práctica. Aquellos lejanos días de confinamiento de medio mundo por el COVID-19 empezaron a reconocer el punto de la masa para hacer un pan, un bollo o un bao. Ese aprendizaje fue un viaje de placer. Meter las manos en la masa. Un disfrute sin límite siempre que esté permitido. Para hacer pan es lo pertinente, pero, ¿para aliñar la ensalada? Ahí es provocación. Sin embargo, la cocinera Alice Waters lo hace y dice que es lo exigible para conseguir la ensalada perfecta. Lo muestra en su curso de cocina de Masterclass (Soy fan de esa plataforma de clases magistrales para aprender y pensar sobre cualquier cosa, porque el pensamiento crítico es una bestia hambrienta de cosa buena que encuentra en libros, clases, universidades, masters, conferencias, podcasts, películas, y alguna charla inteligente -tan escasas- por teléfono o en persona. Difícilmente se alimenta de grupos de WhatsApp ni de meras opiniones, comentarios o críticas sin pensamiento).
Y sí, lo admito, la ensalada desde su curso ha ganado en mi mesa muchísimo, pero evito que los comensales me vean con las manos en la masa. El protocolo por encima del sabor, eso tan nombrado entre quienes nos gusta la gastronomía pero tan poco experimentado en realidad.
Ahora en las cocinas profesionales se llevan esos guantes –azules casi siempre– que impiden pensar a la piel de las manos artesanas y se alejan así de la imperfección e intuición para acercarse al ideal de la perfección tecnológica, que siempre ha sido el baluarte de la industria y desde hace no poco de alguna guía. No obstante, muchos de los platos salidos de esos guantes tan poco apetitosos nos invitan a los comensales a los entrantes llamados “finger food”, pequeños bocados que te llevas con los dedos a la boca. Todo muy cuqui y muy pertinente, entrantes y juego. Un avance de la neurociencia que abrió los ojos a la cocina de vanguardia de hace 20 años: chuparnos los dedos nos sumerge a los humanos en el juego placentero más pecaminoso. Y si hay que usar cuberterías, cuanto más pesadas, más dinero estará dispuesto a pagar el comensal (experimento real referenciado por el neurocientífico inglés Charles Spence en Gastrofísica).
El pensamiento crítico es una bestia hambrienta de cosa buena que encuentra en libros, clases, universidades, masters, conferencias, podcasts, películas, y alguna charla inteligente -tan escasas- por teléfono o en persona.
En el ambiente popular comer con las manos es ley. No hay quien intente comer con cuchillo y tenedor una acedía frita a la gaditana o una tortillita de camarones. Pero eso, vale. Bueno, es popular y en cierta manera comedido. Otra cosa es bajar al fango y en el plato principal arrancar bocados con las manos, limpiarlos con tus dedos y después rechupeteártelos. Y no en la barra ni en la mesa de la cocina de tu casa o en un puesto de comida por fuera del mercado Kermel de Dakar. No. La bajada al fango es más profunda aún para los que hemos chupado la mojigatería del protocolo exquisito cuando es en un comedor de un restaurante laureado y además en comida de trabajo. La camarera lo avisa: “para tomar este plato tienen que trabajar”. Y casi lo dice como para quitarnos la idea, pero me gusta el reto en la mesa y una vez de acuerdo mi acompañante y yo allí que nos vamos.
La belleza fiera de la escórpora frita completa me embelesa. Es una obra de arte que me lleva en un aguijonazo a Japón y me trae de vuelta a Senegal dejándome a medias allí donde me encuentro, cercana a la orilla de La Caleta de Cádiz. Tirada con el sol entre las cejas.
Cuando recuperé el sentido, ni lo dudé. Metí mano. Las aletitas fritas, un poco de carne, un poco de cabeza y este trozo de cola frita. Vamos, que me sobraron los formalismos de tortillas mexicanas y salsas con las que se servía. Yo estaba concentrada en el pez. Me daba igual la compañía, las miradas, los dedos pegajosos. Solo curiosidad. Experimentar, saborear, pensar.
Y así conocí la cocina de La Curiosidad de Mauro Barreiro, que google define como “Restaurante chic”.
Mauro tiene tres hijos como tres estrellas —por allí andaban junto a su madre y compañera cerca de la barra. La más pequeña de solo tres meses ya se partía de risa— y dice que su cocina es surrealista. Yo veo provocación en esencia que es lo que más me ha gustado siempre de los futuristas, dadaístas y demás “istas” que la civilización recuerda como movimientos estéticos sin profundizar en la convulsión, la queja, la rabia y la ira que encierra hacer las cosas al revés de lo que se espera. Dejar a un lado la razón para que hable esa boca oscura que es el subconsciente.
Mauro nos cuenta que pronto va a abrir un nuevo espacio para pocas personas por allí cerca de la calle Veedor, del que solo espero que me permita una sobremesa con café bien tostado y colado para rumiar en su aroma todo lo que un inocente plato puede sacar de una misma.