Siempre me senté en la mesa de los adultos. En contadas ocasiones, cuando los anfitriones así lo que requerían, me colocaban en ese otro cuadrilátero en el que los púgiles apenas alcanzaban el metro de altura. Desde allí, con todo mi orgullo rebozado en croquetas y escalopes con patatas, miraba de reojo el mantel contiguo, ese en el que la charla sustituía al lanzamiento de migas y en el que la grasa era de jamón. Del bueno.
Pero como he dicho, eran pocas las ocasiones. En la mesa de mi madre siempre hubo sitio para las niñas, las suyas, las de otras mujeres. Es curioso darse cuenta de que era cuando entraba en juego la testosterona cuando nos convertíamos en comensales de segunda y pasábamos a habitar los márgenes y nuestra voz a ser un hilo. Todas mujeres, sin embargo, mezcladas las unas con las otras, participábamos de las conversaciones. Algunas eran tontas y nos salía el agua por la nariz; otras trascendentales, casi metafísicas, y con apenas seis y doce años nos dábamos cuenta de por qué lo de madurar no era un juego de niños.
Fuera de nuestro círculo, sentarse a la mesa en los restaurantes llegó a convertirse en un acto reivindicativo que duraba lo que tardaban en exiliarnos a los ángulos convexos. En ellos no nos faltaron las ganas de, servilleta en ristre, conquistar la silla que merecíamos, como en esa fantástica rebelión que incita Alberto Otto en su relato Revolución en la mesa de los niños y que acaba como suelen acabar las revueltas infantiles: con azúcar.
Durante el/los confinamiento/s se revelaron varias cuestiones en torno a la mesa. Que se nos había olvidado cómo compartirla fue una de ellas. La de la cocina se había convertido en isla, en ración para uno; la del comedor, en un tablero auxiliar a la altura de tres pares de rodillas; la del restaurante en espacio hostil, por ajeno.
Y comenzamos a dar vueltas alrededor de ellas sin saber qué espacio nos correspondía, como cuando vas a la casa de un amigo y preguntas antes de elegir asiento para no alterar el orden doméstico, probablemente inexistente. Y danzábamos de silla en silla hasta que se detuviera la música esperando cazar una al vuelo para no ser los únicos que quedaran desterrados. Siempre me pareció un juego cruel el de las sillas.
Hemos pasado de habitar la mesa de los niños a no habitar ninguna. A comer de pie y vivir sentados. Esa que hace solo un par de décadas protagonizaba cocinas y salones no solo es una superficie en la que apoyar los platos y los vasos y los cubiertos en los que ya nadie se fija: es un mapa, una hoja de ruta para explorar el mundo, una gran lección.
Sentarse a la mesa es pertenecer. La mesa, la de casa y la del restaurante, es un espacio público desde el que se ordena el mundo y en el que negociamos nuestra identidad. Nuestra posición en ella nos define desde que una trona hace el relevo a los brazos de una madre, desde que una silla de la que nos cuelgan los pies nos presenta por primera vez ante el mundo y nos hace partícipes.
Y ahora a mi hijo se le sale el agua por la nariz en ella y desde sus tres años me pregunta si he tenido un mal día cuando se me empañan los ojos y entre bocado y bocado le digo que a veces la vida, que el tiempo, que no pasa nada por estar triste, sobre todo cuando llueve. Que lo que come crece muy cerca de aquí. Que uno más dos son tres, como nosotros, y que la O de su nombre es una vocal y que es redonda. Igual que la mesa que compartimos y a la que pertenecemos.