Hace unos días, alguien con muy buen paladar me decía que «la cocina al vacío a baja temperatura se ha convertido en una plaga» y creo que tiene razón. A ver, ninguno de los dos tenemos nada en contra de esta técnica, que quede claro, pero sí del uso abusivo que de ella se hace actualmente. Y no solo en los denominados restaurantes de alta cocina, sino en otros más modestos, gracias a las facilidades que ofrecen —por un lado— aparatos para llevarla a cabo sin dispendios muy onerosos en aparatos carísimos y —del otro—lo fácil que lo pone la industria alimentaria hoy en día con sus productos de quinta gama que solo necesitan ser regenerados en un plis.
El resultado es que «la plaga de la cocina al vacío ha arrasado con costras, crujientes naturales, temperatura y chisporroteos en pro del punto de cocción perfecto», me decía esa misma persona. Y al final, lo que en muchos restaurantes —incluidos algunos con estrellas Michelin— nos llevamos a la boca es «comida de hospital sin personalidad», añadía mi interlocutor.
Lo mismo se puede decir de la desaparición, casi por completo, en muchas casas de fine dining, de los huesos, las espinas y las pieles para chupar, roer, sorber y rechupetear. Creo que si te gusta comer, sí o sí, estos son verbos que te gusta llevar a la práctica no importa en qué lugar. Y siempre hay una forma educada de hacerlo, si es que se trata de eso, dicho sea para desmentir a los que opinan que hay determinados restaurantes que son templos en los que no hay lugar para tales sonoros sacrilegios.
Personalmente no entiendo por qué está bien chupar las espinas de un rodaballo en la tasca de un puerto y no lo está en un tres estrellas, donde de hecho va a ser imposible porque lo más probable es que no nos las sirvan. Si la tendencia es ir hacia una nueva versión del lujo, menos envarada y sobre todo menos triste, debería volver a los salones de todas las casas de comidas la alegría y el lujazo de rechupetear huesos y espinas.
Para otro día, o para hoy mismo, dejamos el hablar de la presencia de elementos excesivamente dulces en platos salados, a veces sin mucho sentido. Mucho quejarse de los jarabes de vinagre de Módena, pero quizás deberíamos abrir el melón de las reducciones de PX, por poner un ejemplo, que un día fueron tendencia y moda, y hoy aún hay quien se niega a hacerlas dormir el sueño de los justos o sea, matarlas definitivamente.
No soy cocinero y por tanto desconozco si la cocina al vacío tiene ventajas en la producción diaria de un restaurante, no sé si hace las cosas más fáciles en la cocina. Pero asumo que las máquinas cometen menos errores que las personas y que clavan siempre el punto de cocción, aunque sea a cambio de dejarse por el camino la textura con mordida. Todo resulta blando, como la comida para los enfermos debilitados, o esos canelones solitarios de pasta blandengue y bechamel dulzona que tanto proliferan en los menús degustación.
Como les decía, no sé si todo esto pone las cosas más fáciles a los cocineros, pero me parece que la explicación, o parte de ella, hay que buscarla en nuestros paladares arrasados y en nuestra propia pereza y gusto por la comodidad. Lo de nuestro apetito por lo dulce es palmario: es el sabor más fácil de aceptar —estamos evolutivamente adaptados para que así sea—, McDonald's lo sabe y por eso su oferta, ya sea un Big Mac o una Happy Meal, es irremediablemente dulce y adictiva. Mientras, hay sabores, especialmente el amargo y el picante, que prácticamente han desaparecido de la restauración pública.
Lo que comemos tiene que estar bueno y ser agradable —aunque Aduriz opine lo contrario— pero ¿tiene que ser tan fácil? Nos hemos vuelto perezosos hasta para masticar y por eso preferimos algo blandito que casi podamos engullir como un pato, que algo con mordida, crujiente, que obligue a la masticación. Si eso es lo que queremos, eso es lo que nos dan.
Es la misma comodidad que hace que ya no queramos chupar, roer, sorber y rechupetear, quizás porque tenemos miedo a pincharnos. O la misma pereza que nos da cocinar porque tenemos pavor a cortarnos o quemarnos. Y en ambos casos hemos decidido que no queremos ensuciarnos para comer, que eso no está bien. Lo queremos todo rápido, limpio, aséptico como la comida de hospital, y ready to eat para poder pasar al siguiente pase del menú sin más dilación y sin que la comida se eternice, mientras renunciamos a parte del placer que sacrificamos, en parte, por nuestra comodidad. Y de nuevo, si eso es lo que queremos, esto es lo que los cocineros nos dan.
Después nos echamos, todos, las manos a la cabeza y ponemos el grito en el cielo cuando Mercadona pone a la venta unos huevos fritos ya cocinados. ¿Y cómo podía ser de otra manera? De nuevo, ellos saben que eso es lo que queremos, lo que pedimos a gritos cada vez que engullimos, con satisfacción, y aprobamos con gravedad el siguiente pedazo de lo que sea cocinado en una bolsa de plástico como los huevos que también van dentro de una caja de ídem.
Ya no es que nos hayamos vuelto comodones, no. Es que somos fáciles y previsibles.