Comer es un acto político. Esta idea no deja de ser válida, aunque sí, quizás empiece a estar un tanto trillada, al menos para comenzar un texto con ella. Como individuos y como sociedad tenemos la posibilidad de posicionarnos e, incluso, de lograr cambios a través de nuestras decisiones de compra, es cierto. Desde una visión un tanto menos triunfalista, sin embargo, diría que esto es así, pero que en esa disputa entre mercado y consumidores vamos perdiendo. Claramente, además.
Así que hoy me interesa más hablar de otra faceta de la alimentación y cómo esta nos sitúa en el mundo. Y lo hago movido por uno de los libros sobre gastronomía que más me han animado a pensar sobre el tema en los últimos meses. Se trata de Black Food, de Bryant Terry, un autor estadounidense que lleva años explorando la cocina desde ángulos no demasiado trabajados hasta ahora y situados muchas veces en la periferia, lo que con frecuencia equivale a decir en la sombra.
Bryant, que antes que escritor y cocinero fue historiador, escribe sobre las cocinas de las comunidades descendientes de los esclavos que fueron arrancados de África y llevados a Estados Unidos. Pero no solamente a ese país: a Brasil, a Jamaica, a Colombia, a Haití. A Europa también, aunque nos cueste recordarlo. Y lo hace desde una posición que huye de sentimentalismos y que busca distintos enfoques. Por supuesto que habla de ese pasado trágico, pero consigue hacerlo atendiendo también a lo que se construyó a partir de aquel hecho traumático. Y una de las cosas que se construyeron fue identidad. Identidad alrededor de la comida. Una identidad culinaria que sigue ahí siglos después, enriqueciéndose y mutando.
El libro habla de soul food, de las cocinas del sur estadounidense o de Harlem, claro, pero va más allá también en esto y se acerca a las comunidades jamaicanas, a los africanos que llegaron en los últimos años a Estados Unidos, a los cambios culinarios asociados a los cambios de estatus social, del trabajador rural al intelectual contemporáneo o al urbanita subcontratado.
Más allá de eso, consigue llegar a lugares novedosos: a la parte lúdica de esa relación con la cocina o a los grupos dentro del grupo. Porque una identidad gastronómica no surge exclusivamente del pasado. Está necesariamente relacionada con el presente y mira al futuro o está irremediablemente muerta. Y la cocina de la diáspora africana bebe de sus orígenes africanos y de la esclavitud, de los ghettos del S.XX. Pero también del mestizaje, de su cultura musical actual —del jazz al blues o al hip hop— o del ocio contemporáneo. Y por eso Terry explora, por ejemplo, la gastronomía del tiempo libre como generadora de identidad. Porque el ocio y el tiempo libre son determinantes, y porque el tipo de cócteles por los que se opta en un momento de ocio nos define tanto como aquel plato del pueblo de nuestra familia que guardamos en la memoria.
Cómo son determinantes las identidades no normativas y por eso su relación con el hecho alimentario debe ser analizado, por mucho que se haya silenciado por sistema hasta ahora. Cómo son determinantes las cuestiones relacionadas con la espiritualidad y tantas otras que con frecuencia pasamos por alto.
El libro no está editado en español. Ojalá alguien se anime pronto, pero mientras tanto, si eres capaz de leer en inglés, te lo recomiendo vivamente. Y no sólo por esa visión compleja y diferente sobre las cocinas de raíz africana practicada fuera de África sino, quizás sobre todo por esto, por lo que puede ayudar a pensar sobre nuestra propia identidad.
Somos mucho de lo que los tópicos quieren que seamos, pero somos también muchas otras cosas. En España nos enorgullecemos de cosas como jamón, tortilla o migas. Cada uno de nosotros, en nuestras respectivas zonas, añadimos a ese sustrato común salmorejo, pulpo á feira, fabada o atascaburras. Perfecto. ¿Es eso lo que nos define gastronómicamente?
Lo preguntaré de otra manera. Quitemos quizás la tortilla y los huevos fritos, que probablemente sean la excepción. Por lo demás, ¿cuántas veces al año comes cocido, si eres madrileño, atascaburras si eres manchego, escudella si eres catalán o jamón? ¿Dos, cinco, veinte? Pongamos que es esto último. Probablemente es un caso poco habitual, pero nos sirve como ejemplo. En un año haces 1095 comidas principales. ¿Son esas 20 las que te definen? Quizás las otras 1075 tengan algo que decir al respecto.
Y entre esas 1075 probablemente hay mucha comida que no sale en la foto del tópico. Es probable que, de un tipo o de otro, haya algo de comida basura en tu dieta al final del año; posiblemente haya cocinas de otras tradiciones gastronómicas, platos para salir del paso, menús del día ramplones.
Seguro que hay platos que tienen que ver con tu lugar geográfico en el mundo, pero no necesariamente con su tradición más purista. Podemos hablar de una cabeza de cochinillo en La Tasquería (Madrid), un dumpling de pote de berzas en Asturias, un tomate nitro de salmorejo en Andalucía o un pan con tomate reinterpretado en Els Casals. ¿Son tradición? No lo sé. Lo que son es platos que tienen más que ver contigo y con tu identidad que, por seguir poniendo ejemplos, esa tarta de Santiago que yo, compostelano y empadronado en la ciudad, hace un par de años al menos que no pruebo. No sé si me explico.
Pienso en mi hija. Y pienso en todas las veces que ha comido papas de millo, tan tradicionales aquí, en su vida. Os ahorro el cálculo: ninguna. O en cuántas ocasiones ha probado en un restaurante una caldeirada de raya o un simple lacón con grelos y, al mismo tiempo, en cuántas pizzas, tacos o gyozas ha consumido en el último mes. Algunas, quizás, con grelos, chorizo gallego o rixóns —nuestra versión de los chicharrones— y queso de Arzúa-Ulloa, pero pizzas, tacos y gyozas, al fin y al cabo. No querría pasarme de adriático, pero no tengo muy claro que el lacón la represente más, si pretendemos ser fieles a la realidad.
Es complejo, porque venimos de ese lugar hacia el que mira la idea preconcebida, en buena medida, pero no solemos tener claro si seguimos ahí o estamos en algún otro punto, de camino a no sé muy bien dónde. Tengo claro, sin embargo, que nuestra identidad se construye a través de la gastronomía, es decir, de ese camino que vamos recorriendo; a través de cómo y con quién nos relacionamos alrededor de una mesa o de una botella de vino; alrededor de cómo elegimos celebrar, de cómo nos alimentamos a diario y de qué lugares elegimos para comer en nuestro tiempo de ocio en vacaciones o el fin de semana. También del hecho de que sea más fácil encontrar en mi supermercado de diario aguacates o mango que berza rizada del país.
También se construye a través de las fotos que decidimos subir a redes sociales, porque proyectan una imagen que hemos decidido que es la que queremos dar. Rara vez subimos la imagen del bocadillo de mal pan y peor queso que nos comemos a toda prisa en la barra del bar de la gasolinera. Sin embargo, probablemente sí que hayamos publicado con más frecuencia las fotos de los carabineros fresquísimos, carísimos, dificilísimos de conseguir que hemos comprado como excepción evidente.
Nuestra identidad gastronómica está en la cena improvisada con amigos, en el dulce que elegimos para el cumpleaños de nuestros hijos, en la bebida que acompaña al menú del día en una pausa en el trabajo y en lo que se sirve en el bar al lado de casa. Nuestra identidad reside, muchas veces, en tapas del montón y en cafés pésimos mucho más que en aquel plato que preparaba nuestra abuela, de cuya receta nadie tomó nota en su momento y que ahora existe ya únicamente en nuestra memoria.
Nuestra identidad se construye día a día. Es una batalla permanente a la que a veces decidimos renunciar, por mucho que esa renuncia esté también construyendo identidad. Ese proceso de construcción está en cada una de nuestras decisiones, es lo que pensamos que nos identifica, lo que los demás creen que nos representa y lo que decidimos hacer con eso. Y el hecho de que pensemos que esa realidad tiene más o menos importancia, que nos parezca trascendental o una estupidez sin importancia es, también, parte de esa construcción. Estamos atrapados en ese proceso, así que podemos tratar de implicarnos en él o dejar que fluya, aunque acabe por llevarnos a lugares que es posible que no nos gusten nada.