Ahí estaba yo, con la bisoñez de esas primeras veces, sobrepasado por los nervios, expectante por el recibimiento, dosificando mis incertidumbres. Madrugado, perfumado y con el outfit que alguien sabio y con experiencia ideó. Con mi maletilla de ir los veranos a la playa en un brazo y el portátil agarrado fuerte con el otro, tratando de identificar compañeros con los que quiero hablar mientras embarcamos. Imaginando por décima vez los primeros párrafos de la crónica, pensando en dónde coño he dejado el DNI que debe identificarme. Avión pequeñito, asientos juntitos. Nada más aterrizar el trabajo se impone y comparto coche con alguien que admiro y que me ofrece una gran oportunidad de aprender y conseguir nuevos contenidos para mi medio. Charlamos, intento que no se note demasiado que le necesito, llegamos hasta el hotel, donde tras unos minutos de espera y la esperanza de haber conseguido lo que quería, subo hasta la habitación. Soltar trastos y disparado hacia un salón-sótano donde compruebo cómo empiezan estas cosas.
No hay mucho que hacer por allí. Compañeros de profesión recordando batallitas, algún directivo poniendo la cara amable, bandejitas de cartón con ese elegante dorado brillante para resaltar los mejores piscolabis… El Pulitzer muy justificadamente se alejaba, pero estaba donde había que estar, rodeado de referentes y atento a cualquier oportunidad de meter pie como aplicado novato. El autobús que nos separa del próximo destino relaja un poco más las cosas, todos estamos igual de indefensos ante las serpenteantes pendientes que desafían la pericia de un conductor que quizá no vive sus mejores tiempos de agilidad y atención.
Saludos cordiales, algunas pinceladas informativas, todos a la mesa. El caprichoso destino me sitúa entre una referencia gastronómica y una periodista de relumbrón a la que llamo insistente y erróneamente Amparo, confundido por un apellido familiar y exigido por la talla e inmediatez del momento -nunca me lo perdonaré. Pongo el oído a ambos lados pendiente de no perder un solo detalle de todo lo que culinariamente explican a mi derecha y atento a los chascarrillos y el ingenio de izquierdas, que directamente se niega en rotundo a probar tal cosa. Cocochas, las chuletas que el resto incomprensiblemente ha dejado. Anoto ese ingrediente único del postre autóctono. Un chef por el que suspiro pasa de forma fugaz a mi espalda y me obliga a romper todos los protocolos posibles para intentar entrevistarlo. Cojo todos los regalos, lanzo una última foto, me tomo un Almax, me tumbo tres minutos, ducha, empieza la acción.
Logro ser de los primeros, desenfundo la cámara y disparo a todo lo que se mueve. Un único acceso facilita las cosas. Llegan chefs, invitados, proveedores, famosos. Meto la alcachofa allá donde hay cámaras, barrunto preguntas para cuando llegue mi momento. Alterno imágenes y declaraciones como me permite mi condición física, consciente de que cada material cuenta, al menos en mi mente. Advierto el pasillo hasta el lugar escogido, saco credenciales y corro hasta la primera fila como en los conciertos más deseados buscando minimizar el hándicap de no tener teleobjetivo. Miro los nombres de los cartelitos de las sillas y creo un mapa mental, compruebo la luz de diestra a siniestra y hago los ajustes que me permite tanta emoción, pruebo si me llaman la atención al subir sobre un cajón de madera que sirve a la televisión en directo. Descubro a los presentadores entre bambalinas, más fotos, más audios...
A estas alturas empiezo a sentirme incómodo y por momentos ridículo por mi despliegue personal, invadido de extrañeza porque faltan codazos y sobra espacio, faltan preguntas y sobra rutina. Desubicado, me centro en el acto; cientos de fotos, nombres, notas, el codiciado librillo al bolsillo. Foto final de familia. Los fotógrafos de prensa nacional que nunca fallan organizan, entre gritos, donde puñetas poner el cajón para que salgan las cuatrocientas personas que hay en el escenario y lo consiguen. Avecinando una nueva marabunta imposible de organizar en turnos, apenas cinco segundos, unos abrazos y unos hasta luego me separan de los grandes ganadores mientras se forman largas colas en el mostrador de canapés de la salida.
Con las declaraciones bien guardadas y con la informalidad posterior, se redondea el material conseguido. Miro "G++GL+" a toda hostia para ver el rostro de premiados que no conozco y que tantos aplausos han recibido. Respetuosas peticiones a los organizadores para hablar con la cabeza visible del chiringuito. Imposible discernir a más cocineros asiáticos, ¿dónde se habrá metido el de mi isla? Con el trabajo casi hecho salgo, apuro un cigarrillo, en soledad supongo porque mata. Sin portátil a mano espero la vuelta del autobús, quizás en ese trayecto surja una nueva oportunidad para lo que sea, motivo por el que descarto el taxi y ganar tiempo. Evito que la persiana de un bar se cierre implorando algo para comer y a seguir.
Después de tanto frenetismo llega la parte aburrida de la historia, la de alumbrar textos más o menos buenos, más o menos ingeniosos, más o menos acertados, más o menos profundos, más o menos analíticos, más o menos virtuosos de prosa, más o menos ilustrados, durante toda la noche y la mañana que sigue. La de jugar con ese material que tanto has perseguido tras un día de un trabajo que intenta ganarse la dignidad ante tus semejantes, la de dar forma a un texto que quizás nadie lea o que guste poco, pero que seguro me acompañará siempre como un momento más en mi vida que debiera guardar. Y la de saberte satisfecho de practicar una pizca de lo aprendido en aquella redacción de deportes mientras cubrías partidos de fútbol, en aquellas ruedas de prensa de políticos cuando desgranabas su lenguaje o en la calle grabando planos de urgencia para el informativo de mediodía. Algo que pueda estar a la altura del mundo de la comunicación gastronómica y, sobre todo, a la altura del trabajo que hacen los cocineros de este país. Porque después de todo siento que estamos muy lejos de ellos y de su realidad.
A lo mejor para hacer este tipo de periodismo hay que estar presente el día que Santi Santamaría perdió la virginidad, el día de la confirmación de Arzak o a bordo del barco que trajo la patata a Europa. A lo mejor hay que desayunar menús de 17 pases y probar a diario 500 euros de vino. Joder, a lo mejor hasta basta con hacer buenos chistes cuando nos juntamos. Pero eso aparenta ser fácil, solícito, apoltronado y dócil, flaco favor para el futuro de lo que hacemos. Me pregunto si no sería necesario más gente que lleve la alcachofa sin echársela al buche: gente que quiera contar más y comer menos.