Quizás los que se dedican a comer de forma profesional pueden sentarse a la mesa y, al mero contacto de los dedos con el tenedor, empezar a salivar. Yo, sin ser nada de eso, alguna vez he llegado sin apetito alguno a una comida que en días anteriores imaginaba como el mejor de los placeres. ¿He conseguido comer? Por supuesto, y con unas ganas inesperadas que no sé muy bien de dónde salen —pero lo estoy tratando de averiguar.
La última vez que me ocurrió fue porque distintas comidas largas y abundantes se me juntaron en la misma semana, saturándome un poco mental y moralmente (cuánto dinero; cuánta grasa, azúcar y alcohol; cuánto tiempo sin estar trabajando). "Haberlo dicho", dijo mi acompañante, a lo que contesté un rotundo "¡Todo por el oficio! Me entrego completamente al vicio", que a día de hoy me parece casi un hechizo que me mandé a mí misma. Y funcionó. Menos mal que no cancelé aquella comida en Taberna Noroeste, ya que resultó ser una de las más impecables del año, junto a las varias que he hecho en Agreste, y la excepcional en Las Esparteras, cuyo recuerdo guardo con mucho cariño.
Volviendo a esta operación logística del apetito, me pregunto también si todos los apetitos que sentimos, sean de la índole que sean, residen en el mismo sitio y nos hacen sentir prácticamente lo mismo. Unos nos estiran de la entrepierna y otros del estómago o de las glándulas salivares… o ¿todos nos estiran de esos mismos sitios a la vez, es decir, de la libido? Creo que hay algo común en ambos: salen del mismo lugar, allí donde se gestan los apetitos, e intervienen en proporciones similares los mismos sentidos para disfrutarlos.
Al final, "la carne quiere carne", el famoso verso del poeta Ausiàs March, autodenominado 'maestro de amor', contiene gran verdad. "La carne quiere carne —no se la puede contradecir—/ su apetito en el hombre toma mucha parte”, prosigue la estrofa (CXXII b, 49) que compara estos dos apetitos, y que termina con un "entre el deseo y el asco está el bien [de la persona]". El de Gandia también comparaba estos dos apetitos por el camino inevitable que ambos trazan en nuestras vidas, siguiendo el dictado sin frenos de la naturaleza. Él ubicaba en los ojos la puerta por donde entra el deseo, que busca en la propia alma —según March— una semejanza a la que acoplarse, aunque reconoce que los sentidos son traicioneros y se pierden en la materialidad que les apetece, olvidando las cuestiones de espíritu.
Esta ambivalencia que plantea el poeta puede seguir aplicándose en cuestiones apetísticasa pesar de que no creamos en la existencia del alma: lo que nos apetece nos entra por los ojos —sea a través de una pantalla o porque lo tenemos frente a nosotros— y despierta un teórico apetito que la razón tiende a valorar y sospesar, lenta o rápidamente, de forma más o menos consciente. Por supuesto, los sentidos podrán traicionarnos, cantando a pleno pulmón por encima de la razón hasta que ya no la escuchemos, y movilizando a la mano y al codo para servirnos otra copa más, para alcanzar aquello que real y naturalmente apetece.