Éramos pocos y parió la abuela. Las apariciones fantasmáticas culinarias ya tienen su cuota de pantalla en la programación de mis vigilias nocturnas. Han entrado con fuerza y en su franja se disputan el share con pesadillas en la cocina, el síndrome de la nevera vacía, la báscula sin piedad, scarymaster chef y demás programas de éxito de la cartelera de mi duermevela, ese espacio en blanco de la vida fundido en negro.
Estos espectrales visitantes, noctívagos que vagan sin rumbo, son vengativas almas gastrós en pena que en su día habitaron cuerpos de cocineros o camareros achicharrados, currados hasta el límite o frustrados por la alta o la baja cocina, orgullosos o humillados, malasombras o simplemente cabreados. Su apariencia exterior de estos daimones es muy variada. Van desde los de punta en blanco al viejuno estilo francoescofier de gorro alto, chaquetilla y mandil hasta las rodillas o tobillos, hasta los que usan atuendos imposibles a la moda lokera de StreetXO. Desde los pulcros repeinados serviles high class a la demodé zalacaína-horcheriana, pasando por los ultra fashion liberales liberados de pose auténtica muy a su bola, hasta los de look agresivo rapado, piercing y tatuados hasta las cejas. Los tengo de todo look. Eso sí, todos ellos, muy sostenibles.
Con su simple presencia espiritual, cada gastrofantasma trae a mi memoria y me hace revivir una comida de mi pasado en cualquiera de los miles de restaurantes que he visitado. Prestan especial atención a mis crónicas y comentarios, caras raras, reprobaciones, gestos chungos y críticas negativas; mis borracheras y salidas de tono, gilipolleces, improperios, bromitas y zaskas con mala leche. Requirentes pero expectantes, se me quedan mirando a través de las vacías cuencas de sus ojos y callan. Tras un tenso y sepulcral silencio que se me hace eterno, se esfuman.
Así cada noche. Lo que al principio tenía su gracejo y era motivo de cachondeíto con los colegas, se ha convertido en un insoportable desasosiego. Con los millones de platos que he comido y la de sandeces que he dicho y hecho: ¡qué horrible eternidad!
No podía seguir así, no tenía más remedio que tomar cartas en el asunto. Así que me persone en las oficinas de la Sección de Restaurantes Despechados de la PECHÁ, ya saben, el Purgatorio Español para Cocineros Hundidos Anónimos. Ese centro al que ellos llaman “La Salamandra”, porque allí te quedas terminando de hacerte hasta que te dan el pase.
“Usted dirá”, me espetó presencialmente el ínclito funcionario allí presente. Me presenté. Le conté lo que sucedía expresándole mi queja y zozobra y le hablé de la insoportable pesadez del ser, requiriendo la urgente intervención inmediata de los Cook Busters. Les transcribo la conversación.
“Sí, lo entiendo, no se preocupe, no parece grave. Ya verá como todo se arregla. Dice que se llama Fernando Huidobro, ¿verdad? Déjeme ver.
A ver… ya, ya, sí, lo tengo, es un caso claro: usted es que gusta de ir a los restas como entendido en la materia y valorar los platos, su nivel de cocina y servicio y el resultado, ¿no es verdad?
Pues sí, eso hago.
A menudo, además, lo comenta con los otros comensales, e incluso -esto ya me gusta menos tengo que decirle- hace partícipe al cocinero de lo que no es de su gusto o encuentra fallido.
Sí, efectivamente, pero…
Espere, espere que esto no es todo. Por último, también suele escribir y alardea sobre ello y hace uso de las redes sociales y otros medios para dar publicidad a sus críticas, ¿verdad?
Pues sí, así es, ¿tiene eso algo de malo?
No, no, no, en principio no tiene por qué, faltaría más, pero, hombre, convendrá usted conmigo en que esa es una costumbre fea y desagradable para con el gremio, algo que no pasa desapercibido y que es causa de estrés y otras muchas patologías en sus víctimas.
¿Cómoooo, víctimas dice usted? ¡Pero si la víctima semuá! Porque si no, ¿quién vigila a tanto gastroasesino que anda por ahí suelto? Y además estoy en mi derecho. ¿Dónde queda mi libertad de expresión y mi derecho a la crítica?
Por supuesto, por supuesto, totalmente, no le quito la razón en absoluto, está en su perfecto derecho. Pero tranquilizarse por favor, que yo le informo de cómo va la cosa y luego usted decide: conforme al Código Ético-Penal del Purgatorio, para sancionar es necesario identificar al individuo y tener pruebas de sus apariciones, y usted no las trae ni las tiene, ¿verdad? Así que nosotros tenemos que respetar la salida de los fantasmas internos según costumbre, es decir, de 1:00 a 6:00 horas de la madrugada tres veces en semana, y no tenemos autoridad para limitar más allá su libertad de movimiento. Eso sí, los cacheamos y les requisamos los cuchillos y demás quincalla de cocina y sala antes de dejarles salir, duerma usted tranquilo. Por eso, mientras no le insulten o agredan ni cometan infracciones a las normas purgatoriales, nada más podemos hacer. No obstante, voy a darle trámite a su queja y ya le notificaremos cómo va. Firme aquí, eso es.
No, no, en este momento del procedimiento no se pueden adoptar medidas cautelares como traer a los Cook Busters, crearían indefensión y, además, eso le costaría un congo, ¡uffffff! No, el alejamiento tampoco es posible... ¡uy no, qué va!, lo siento no es posible. Pero no se preocupe, vuelva usted a casa tranquilamente y descanse. ¿Ha probado con pastillas para dormir? ¡Ah, ya, ya veo! No he dicho nada.
Bueno, mire, tome, este es mi número personal, si pasara algo un poco más subidito de tono -usted ya me entiende- me avisa, a cualquier hora, no se preocupe, y trataremos de ponerle arreglo lo antes posible. Así todo, yo le recomiendo que procure visitar menos restaurantes o que, si no puede dejarlo, sea usted un poco más comedido en sus críticas y haga menos comedia y tragedia, no vaya ser que… en fin, toda precaución es poca, en estos tiempos que corren nunca se sabe. Bueno, lo dicho, gracias por informarnos, muy amable de su parte. Adiós, adiós”.
Más tarde, mi psiquiatra me dijo también que no había por qué preocuparse, que atravieso un momento vital de cambio típico de la senectud y el “yayismo” y que esta confusión se me pasará. Que mi gastro-espectrofobia no es grave. Que la hemos pillado a tiempo. Que está ocasionada por mis remordimientos y mis deseos de comunicarme con ellos para disculparme por el daño causado. Que lo acepte como un daño colateral y temporal sin importancia pues esos espíritus sólo están de paso por el purgatorio y no son malignos en realidad, sino que posiblemente solo quieran matar el tiempo dándome un sustillo y de paso para que sirva como aviso a navegantes, pues, al fin y al cabo, es lógico que no quieran que gente de mi calaña prolifere.
Al llegar a casa esa noche, encontré la siguiente nota: “Chivato. Por lechuguino te vamos a hervir a esa baja temperatura que tanto odias por el resto de tus días. Tú sigue 'roneando' por las redes, que por papafrita te vamos a confitar en manteca rancia por el resto de tus noches. Acusica. Blandengue. Ahora sí que las cagao, cagón, cocinillas de apetitos fúnebres. Vete ahorrando para el psiquiatra y tus funerales”.
Sin dilación invoqué la aparición del cuervo Nevermore, responsable de premoniciones y confesiones de la PECHÁ. “Perdón, perdón”. Le dije entre sollozos y quejíos. “Juro que nunca más volveré a hacer crónica ni crítica, chanza ni chota, de ninguna comida ni cocinero. Es más, juro que no volveré a pisar restas ni bares. Pongo al Diablo por testigo que volveré a pasar hambre”.
Y aquí ando, canino y con la lección aprendida: no por mucho criticar, amanece más temprano.