Hay días en los que no deberíamos acercarnos a la cocina, sobre todo esos en los que no sabemos muy bien por qué, pero no nos levantaríamos de la cama. Especialmente esos. Pertenezco a una generación que aún tuvo que escuchar cosas como que a una mujer que estuviera menstruando se le cortaría la mayonesa si intentaba hacerla. Obviamente, era y es una majadería. Entre otras cosas porque en estos tiempos, y con la ayuda de un simple brazo eléctrico, la mayonesa no se corta nunca.
Sin embargo, estoy convencido -de forma empírica- que hay días que, sin duda, mejor no cocinar. La mayoría de los platos que cocinamos todos ni llevan mucho tiempo, ni son difíciles, pero como todo -si lo queremos hacer bien- necesita que estemos por lo que hay que estar. Cocinar debe ser un acto consciente de principio a fin. A ver, que tampoco es que requiera la concentración de un jugador de ajedrez, pero -como les decía- hay que estar a lo que estamos. Y hay días que -cada uno de nosotros- no lo estamos.
Sin ir más lejos, yo mismo hace un par de semanas. Un almuerzo de domingo que tenía que ser para cuatro, terminó siendo para nueve. Cosas de familia, ya saben. Y me daba un perezón terrible, para qué mentir. Así que para el fricandó tuve que echar mano de carne que tenía en el congelador para alargar la que había comprado esa mañana.
Llegó el momento de ponerse a cocinar y, oh sorpresa, la carne que había sacado no era la carne para fricandó que yo creía -y que ya les digo que ahí sigue- sino para hacer a la plancha. El sentido común hubiera tenido que advertirme -y probablemente lo hizo, pero yo a veces no escucho- que ante la imposibilidad -por la hora- de ir a comprar la carne exacta y oportuna, lo mejor era cambiar de planes, olvidarse de la operación fricandó y pensar en la operación lo que fuera para nueve.
Pero como hay días como que no, pues seguí adelante. Tampoco tenía -me di cuenta poco después- alguno de los ingredientes secretos -todos los tenemos- que yo le pongo al fricandó y que no les pienso decir, básicamente porque no me da la gana. Todo indicaba que la cosa iba de mal en peor y algo más que torcida, pero nada. He hecho fricandó miles de veces, lo podría cocinar con los ojos cerrados así pues, ¿qué podría salir mal?
Pues la verdad es que no sabría por dónde empezar, pero básicamente como la carne del congelador era otra y más gruesa de lo que era recomendable, pues necesitó más tiempo de cocción, a fuego bajito y sin que le faltara líquido. Pero mucho más o como mínimo el suficiente para que la carne que sí era para fricandó, más delgadita y que con algo menos de una hora hubiera estado lista, desapareciera literalmente y pasara a formar parte de la salsa. ¿Fricandó para nueve? ¡Mis cojones!
Bueno, al final -no sé muy bien cómo- comimos nueve. Más bien siete y medio. Mi madre me come como los pajaritos y yo me puse un montón de salsa y moje pan. Las patatas con romero y mantequilla ayudaron a disimular el desaguisado. Un puto desastre.
Ya ven. Cuando como yo tengan uno de esos días, no cocinen. Vayan a la rotisserie más cercana y compren lo que sea o manden a la familia al cuerno. Cualquiera de las dos opciones es válida. De resto y como he defendido, por activa y por pasiva en esta columna en otras ocasiones, cocinen como poseso por el demonio.