No seré yo quien diga que esta pandemia ha tenido efectos positivos. Sus consecuencias en todos los ámbitos de la vida son tan profundas y afectan de una manera tan importante a nuestro día a día que plantearlo en esos términos sería una frivolidad imperdonable.
Sin embargo, estas semanas de encierros, de ausencias y de tiempo para pensar nos han devuelto realidades que, quizás, no nos habíamos parado a analizar. Hemos descubierto a quién añorábamos realmente, qué detalles de nuestra vida cotidiana son los que más hemos echado en falta, a qué lugares estamos deseando regresar.
Y en todo esto la gastronomía ha jugado un papel fundamental, tanto por acción como por omisión. Aunque será mejor que me explique: estas semanas y la incertidumbre sobre los meses que vendrán nos han revelado la importancia central que la gastronomía tiene en nuestras vidas. Lo hemos visto en aquello que hemos podido hacer, en lo que nos ha faltado y, por poner una nota de esperanza, en lo que el sector gastronómico puede aportar al futuro.
Durante el confinamiento la cocina se ha convertido en mucho más que una necesidad o que un simple entretenimiento. Nos ha ayudado a mantener un cierto sentido de rutina, es decir, de normalidad. Pero sobre todo se nos ha revelado como un eje central de la vida doméstica. Los que ya cocinábamos antes cocinamos más; los que no tenían tiempo en su vida habitual han encontrado aquí una forma de relajarse y de dejar la realidad de la situación aparcada por un momento.
La cocina, en estas semanas, nos ha alimentado, nos ha entretenido, nos ha permitido hacer algo relajante junto a nuestros hijos, parejas, padres o compañeros de piso. Nos ha dado un oasis en medio de la marabunta de noticias poco alentadoras, nos ha proporcionado dosis diarias de tranquilidad y de bienestar. Ha recuperado el papel central que ha tenido siempre en nuestras vidas.
Al mismo tiempo, el auge de los servicios de delivery, sobre todo en las primeras semanas, y posteriormente de envío de productos frescos directamente desde el productor nos han colocado frente a otra realidad que posiblemente nos estaba pasando desapercibida: echamos de menos a la hostelería.
No salimos a comer sólo por necesidad. Es cierto que hay comidas de trabajo y menús del día a los que recurrimos porque el día a día nos lo exige, pero aún en esos casos elegimos: buscamos algo que nos agrade, que nos haga desconectar por un rato, algo que cree el ambiente propicio para hablar con nuestros clientes, socios o inversores.
Y cuando eso nos ha faltado hemos buscado la forma de sustituirlo. Aunque fuese para descubrir que es insustituible. Hemos tratado, sin embargo, de recuperar algo de lo que nos ofrece cada día de forma más o menos inadvertida: esa mezcla de ocio, de sorpresa y de bienestar; esa ruptura de la cotidianeidad que ahora necesitamos más que nunca.
Hemos descubierto que la hostelería es, de algún modo, el pegamento de una sociedad que se relaciona a través de ella en buena medida: del café de la mañana a la pausa en el trabajo, de las cervezas con amigos a las citas románticas, del catering de una celebración al menú de una boda, de las cervezas viendo un partido a los tiempos muertos en una ciudad que no conocemos, en una estación o en un aeropuerto. No podemos entender nuestra vida sin la hostelería, aunque tal vez nunca nos hubiésemos parado a pensarlo.
Y es que la gastronomía es mucho más que cifras, más que un porcentaje del producto interior bruto o que un número de puestos de trabajo. Es nuestro paisaje cotidiano, es el lugar en el que nos relacionamos mayoritariamente más allá de lo doméstico. Cuando tenemos la capacidad de elegir, y más allá de nuestra casa, tendemos a elegir la hostelería como el escenario en el que desarrollar nuestra vida: proyectos, relaciones, ocio, tiempo libre, disfrute gastronómico. Si calculas qué parte de tu tiempo libre dedicas a este sector seguramente te sorprenderás de cuánto importa en tu vida.
Hemos recuperado un cierto hábito de cocinar, hemos vuelto a ser conscientes del peso de la gastronomía en nuestra vida cotidiana. Y hemos recuperado, creo, la certeza de que sin este sector nuestra sociedad no volverá a ser la misma.
Desde el momento en el que nos dimos cuenta de que nos faltaban los restaurantes y los bares, desde el mismo día en el que decidimos pedir una caja de fruta, de quesos o de carne directamente al productor empezamos a darnos cuenta, quizás de un modo inconsciente, de que ellos serán un eslabón necesario para que todo acabe por volver a la normalidad. Y uno muy grande, además.
Estas semanas nos han devuelto, en muchos casos, al consumo de proximidad. A la tienda de barrio, a la panadería o a la carnicería de la esquina. Y nos han devuelto la relación con el pequeño productor artesano.
Quizás ya éramos sus clientes esporádicos porque, posiblemente, consumíamos sus productos en restaurantes más que en casa. Y ahora que nos han faltado esos espacios nos hemos dado cuenta de cuánto nos importan, de cuánto disfrutamos de la calidad de sus productos. De la falta que nos hacen.
Eso es algo que debemos tener muy presente ahora que toca ir pensando en la reconstrucción. No podemos olvidar aquello que nos ha ayudado a mantener la cordura, la normalidad y que nos ha dado pequeños momentos de disfrute. Porque ahí, además, está también la clave de la supervivencia del sector.
En muchos casos hemos recuperado hábitos de compra, hemos aprendido a valorar más el producto, la proximidad, la temporalidad. No podemos olvidarlo. Porque eso será de lo poco constructivo que saquemos de esta situación.
Esos hábitos nos ayudarán a reconstruir. A reconstruir una normalidad que nos hace falta como el aire que respiramos, a reconstruir una economía que no puede consolidarse si no cuenta con los pequeños. Y a reconstruir, sobre todo, una relación con la alimentación, con la gastronomía y con la hostelería que es parte de nuestra manera de entender la vida.