En el municipio en el que vivo no paran de abrir salones de uñas, pero el mercado municipal cerró hace 10 años. Iban a abrir otra sede de un hipermercado que ya existe en un barrio periférico, pero finalmente no sucedió. En contrapartida, abrieron otro hipermercado, de una cadena distinta, a 200 metros del otro.
El primer hipermercado se ubica en un pequeño centro comercial, acompañado de un cine, un enorme bazar, una charcutería de envasados, una tienda de carcasas, un bar de bocadillos de jamón y, por supuesto, un salón de uñas. El segundo hipermercado se encuentra en el límite de un polígono industrial, rodeado por un párking y unos parterres, en las inmediaciones de 17 mil metros cuadrados que antiguamente ocupaba la fábrica Aismalibar, donde mi madre desarrolló su primer trabajo como cajera, precisamente, de un economato.
Fundada en 1934 por Walter L. Ankli, Aismalibar encabezó el negocio del cable de cobre en bobina y otros conductores y aislantes para después virar, con la adquisición por parte de Benmayor, hacia la creación de componentes electrónicos que gestionan la temperatura de los circuitos. Aismalibar hacía sonar una sirena al final de cada turno, tenía un club social y un club de baloncesto, y marcó la vida de muchas familias.
Aismalibar liquidó y pasó a manos de otra compañía, como ya hemos dicho. Pero el edificio del mercado sigue cerrado a cal y canto y yo recuerdo las visitas constantes en verano, ayudando a mi madre y a mi abuela a hacer la compra y a descargarlas del peso de un cesto abarrotado. A diferencia de los mercados que más tarde visité en Barcelona, este –que estaba vecino al río, al límite del barrio más céntrico– lo recuerdo como bastante oscuro, creo que porque no levantaba demasiados palmos del suelo y los fluorescentes se alzaban muy por encima de mi cabeza.
Miraba el suelo gris oscuro, de pequeñas baldosas de hormigón toscamente estriadas, mojadas en la zona del pescado, y cómo en ocasiones escapaba un hilo de agua de algunas paradas hacia el desagüe, y me parecía muy extraño que aquello fluyera al descubierto.
Miraba cómo las polleras, carniceras y pescaderas cortaban los animales que mi madre luego pondría en el plato y me parecía raro que me dejara mirar aquella escabechina ejecutada con tanta precisión y dicharachería, porque cuando daban algo así por la tele, se cambiaba de canal.
Miraba a aquellas mujeres con sumo respeto, altísimas desde detrás del mostrador, porque blandían unos cuchillos que me parecían demenciales con toda la simpatía, y también porque hacían un trabajo que me parecía imposible y que hacían parecer facilísimo. A pesar de todo en lo que creo ahora, me sigue hipnotizando ver cómo se filetea el pescado, la carne o se descuartiza un pollo.
Me hipnotiza también, pero con pena, mirar el mercado cerrado y pensar que esta es la realidad de otras localidades del área metropolitana. Los mercados de Barcelona son un gozo, pero Barcelona no lo es todo. Supongo que se trata de una cuestión de saber priorizar dónde está el valor de las cosas, lo que me lleva al título de esta columna: resulta que las vacas también se hacen la manicura.
Lo aprendí gracias al tiktoker Keepingcowsmooving, que trabaja haciéndole la pezuñicura a las vacas a domicilio. Sabía de los caballos y sus herraduras, pero desconocía lo de las vacas. Y puede parecer una tontería sin valor alguno, un esnobismo para pensar que así las hacemos más felices y así podemos comérnoslas más a gusto, pero la cosa tiene sentido porque ellas, al caminar, se pueden clavar piedrecillas que terminan anidando en el interior de la pezuña, causando infección y muchas molestias. La solución pasa por vaciar parte de la pezuña con una especie de gubia hasta dar con la infección, retirar el objeto dañino, dejar que drene libremente y colocar una almohadilla en la pezuña contraria para evitar que el peso recaiga sobre la afectada.
Me gustaría pensar que la solución para que mi mercado reabra pasa por extirpar la parte maligna que ha acabado con ellos, pero de momento no tenemos ningún decreto que clausure los grandes supermercados, ni siquiera que los obligue a trabajar mejor. Supongo que la cuestión aquí es saber determinar cuál es nuestra piedrecilla causante –entre muchas otras cosas– de este querer regalarle el sueldo, semana a semana a una entidad ávida y sin cara en lugar de pagarle la ternera a Encarna, el pescado a Ana o la fruta a Abdelaziz, que son unos currantes como tú y con la confianza que da el tiempo, acabarán dándote un producto por encima de su estándar, que ya es muy bueno.