Me gustaría hacer la compra como Karl Ove Knausgård cuenta en sus libros. Así, a lo loco, tomando al azar y sin mirar el precio de un lineal u otro, minutos antes del cierre y media hora antes de que toda la prole se siente a la mesa para cenar. Y eso, es lo único que le envidio a este escritor con el que me siento completamente identificada. Empujar el carrito de un bebé durante horas me provoca, al igual que a él, un inmenso aburrimiento. También, como él, siento que el tiempo se me escapa entre los dedos mientras “friego suelos, lavo ropa y preparo comida”. En mi caso, croquetas, muchas. Primero la masa. La mantequilla se derrite al calor, débil, y en ella pocho cebollita picada muy fina a la que añado la carne blanca y desmigajada del pescado que quedó del almuerzo del domingo. Me detengo en la nuez moscada. Rallo y rallo. La espolvoreo y la huelo. Es lo único exótico de todo el proceso y lo intento prolongar todo lo posible, pero la ensoñación concluye con las dos cucharadas de harina que se tuestan al instante y la taza de leche que remuevo hasta que siento con los ojos que se despega con facilidad del fondo de la olla. Entonces la extiendo en un recipiente de cristal lo más ancho y largo posible y la dejo enfriar. Para entonces se me ha pasado la hora y llego tarde al cine. Me cambio a toda prisa, pero el pelo me delata. Huele a masa. Masa de croquetas. Saludo a mi acompañante. Y en la oscuridad y con la distancia social me sumerjo en las imágenes. Pero no del todo. No. Ese olor, sí. Ese olor a masa. Masa de croquetas.
Dice Knausgård que su lucha aunque no es heroica la libra contra una fuerza superior. “Por mucho que trabaje, las habitaciones están llenas de desorden y suciedad”. Y sí, de regreso, abro la puerta y lo constato. Es momento de formar la masa. Un plato grande con pan rallado y otro hondo con huevo batido. Entre dos cucharas tomo una porción, la resbalo por el huevo de donde la rescato para dejarla caer en el pan. La acuno entonces entre las palmas de mis manos para formar un pequeño cilindro que dejo en otro recipiente alargado. Y así una, dos, veinte, cincuenta, sesenta. Y medito. Hoy sobre el arquetipo del héroe, legado de la Odisea de Homero, pero que arranca del “subconsciente colectivo” según Jung y de la memética según Dawkins, quien explicó a través de la genética las bases biológicas de la conducta humana. “Ellos luchan y ellas lloran”, titula Patricia Martínez a su análisis del tratamiento de los medios de comunicación a los hombres y a las mujeres de la mar.
Ya toca freír. No tengo termómetro para medir los grados del aceite. ¿Alguien lo tiene? Cuando el ojo siente el calor (ni demasiado suave ni demasiado fuerte) deslizo la pequeña forma cilíndrica con las mandíbulas apretadas. Chisporrotea con ritmo suave. Bien. Sumerjo cuatro más. Les doy la vuelta. Reduzco el fuego para evitar que se abrasen y otra vez. Otra vez, la espalda agarrotada. Y pienso en Knausgård y en su lucha. En el final de su abuela y en el de la mía. Y río al pensar en las croquetas con amor. “Y una mierda” —digo en alto tan rápido como escucho “shhh”, “no digas palabrotas”, “debajo del puente, hay un moco verde, el primero que hable, se lo comerá”.
El escritor noruego soñaba con hacer una gran obra. Lo consiguió. Seis libros que llevan por título genérico “Mi lucha” en los que cuenta su yo doméstico. El mismo que a él le ha encumbrado como el escritor revolucionario de la no-ficción en la literatura europea y que, quizás, si hubiera firmado una escritora, incluso nórdica, quizás, hubiera sido catalogado como “otro más”. El plato rebosa crujientes croquetas. Manos, manitas, manazas. Ups, ya no quedan casi. Y yo, como mi abuela, prefiero no comerlas. Las disparo. Con amor. Pum.