Se sorprendía en estos días una de mis jóvenes alumnas universitarias cuando confesé en clase que durante el confinamiento por el COVID-19 sentí que perdía mis habilidades en la cocina. Ella, al igual que otras tantas personas que conozco, cocinaron por primera vez en aquellos días y aprendieron mucho, muchísimo. Incluso, como en su caso, descubrieron el placer de ejecutar una receta y el juego de publicar esas fotos en su Instagram y de convertirlas en formato dinámico para Tik Tok.
Pero, en mi caso, antes de guisar, antes de actuar, incluso antes de fotografiar, tengo que observar e imaginar, para así poder dar un sentido a lo que voy a cocinar.
Por eso me sigue sorprendiendo que haya tanto tráfico de búsqueda de recetas en Internet, cuando por sí misma, una receta, no es más que una propuesta muy limitada, porque antes de las instrucciones tendría que estar siempre el ingrediente.
La compra es el paso más importante de la cocina y el que más tiempo requiere. No solo porque hay que hacer las cuentas económicas y de sostenibilidad, sino porque son los productos los que hablan, te seducen y te marcan el camino. Y no únicamente porque sea su mejor época sino porque ese día tu emoción te lleva a ello. Es decir, te apetece zamparte esto o aquello porque te sientes así o asá.
Y para que todo eso pase hay que observar. Con observar me refiero a pasear por el mercado, por los puestos de quienes aman lo que hacen y buscan la diversidad frente al discurso monocromo del plátanos, manzanas y peras para todo el año. Probar este y aquel productor o productora en la Red, ir a tiendas especializadas, cambiar de barrio para encontrar la mejor surtida, e incluso hacer alguna excursión de fin de semana para ir a mercadillos. Y hablar: preguntar, escuchar, charlar.
Cocinamientos
En aquellos días encerrados en casa, de los que ahora se cumplen dos años de su término (en España permanecimos recluidos en nuestros domicilios del 15 de marzo al 21 de junio de 2020) la compra se convirtió en un acto mecánico, rápido e "higiénico". Me entristecía salir solo una vez a la semana al supermercado más cercano para comprar con rapidez y cierto miedo. Sin poder elegir y casi sin mirar a quienes me rodeaban y, por supuesto, con la boca seca de silencio. El ánimo escaseaba y limitaba la inspiración para transformar esos productos embolsados y plastificados en platos que me sedujeran.
En aquellos días de ausencias, la cocina se quedó en el solo acto de "hacer de comer", en lo mecánico del proceso, en su elaboración, sin las historias y experiencias que rodean y construyen la gastronomía que me alimenta. De todos los cocinamientos de aquellos tres meses solo dos platos de todos los que hice me llegaron: uno que me recordaba un viaje de hacía décadas con mi mejor amigo en el que saboreé la libertad y otro que me llevaba a la cocina de mi adolescencia isleña. Un bacalao con el que recreé aquel que preparábamos mi madre, mi abuela y yo y con el que me trasladé a aquellos días que tanto añoro aun a sabiendas de que la adolescente que había en mí solo quería marchar; de que la mujer que había en mí rechazaba la cárcel doméstica y de que la soñadora que aún lucha por sobrevivir en mí solo encuentra la paz en la trinchera del puchero que borbotea en su imaginación y el cuchillo que impacta a cada corte contra la tabla de madera.