Que la cocina ha sido mi tabla de salvación para atravesar 2020 es algo sobre lo que no tengo ninguna duda; que lo será también el 2021 me parece cada día más claro.
En un tiempo de incertidumbres, en el que las rutinas han desaparecido o han sido sustituidas por otras a las que hemos tenido que adaptarnos a marchas forzadas, necesitamos, quizás más que nunca, espacios seguros, tranquilos, propios. Necesitamos lugares que sintamos como nuestros, en los que poder imponer un cierto orden al desconcierto a nuestro alrededor.
En mi caso, y creo que en muchos otros, la cocina ha sido esa tabla de salvación. Lo sigue siendo. En sentido figurado, pero también en el sentido más material. Ha sido el espacio mental en el que refugiarme, en el que buscar esa normalidad que ya no existe, pero ha sido también el espacio físico en el que alejarme de lo online, en el que dejar fuera el trabajo -que este año ha tenido lugar mayoritariamente apenas a cuatro metros de la cocina- en el que no escuchar noticias, cerrar ventanas al mundo y aislarnos, mis fogones y yo, de todo lo que estallaba ahí fuera.
Quizás el día más normal del año, ese en el que todo fue como era antes, fue el de nochebuena. Desde la mañana me encerré en la cocina, nada de radio, con los ingredientes que había comprado los días anteriores, una lista de Spotify deliberadamente intrascendente y mucho tiempo por delante. Esas horas de limpiar, trocear y de preparar salsas fueron balsámicas porque me devolvieron a una normalidad que ya no tenemos, que probablemente ya no existe.
Marinar la carne me devolvió a Asturias, a las montañas que conocí con Miriam y Vicente, su padre. Poner la cocina patas arriba, la encimera desbordante, ir fregando algunos (unos pocos) cacharros mientras los demás se amontonaban en la pila me devolvió a la cocina de mi abuela, cuando éramos dos docenas de personas a cenar y desde la mañana unos se afanaban deshuesando una gallina mientras otros iban cortando turrones y alguien se preocupaba de que la sidra, porque allí siempre era sidra El Gaitero, estuviese fría mientras otros sacaban la vajilla de fiesta.
Esa sensación de trabajo por delante, de bullicio, de niños por el medio, de bandejas a medio preparar era la normalidad. Y el 24, a lo largo de todo el día, la tuve de nuevo, de alguna manera. Es cierto que me sentí, en algún momento, como los tripulantes de la Nostromo en Alien, sentados alrededor de la mesa intentando que aquello pareciese una comida normal. Incluso con esa sensación fui feliz, porque todo se parecía a aquella normalidad.
En estos meses ha habido sopas de cebolla que han salvado mi cordura. He cocinado guisos que han mantenido mis pies en la tierra. He recuperado una conexión con la cocina como algo especial, y no como simple rutina, que quizás había perdido en parte con las comidas fuera, los sitios sobre los que escribir y el plato del que todo el mundo habla. Ha sido como volver a esa casa de familia a la que regresas después de mucho tiempo y que, aunque esté oscura, aunque huela a humedad y a cerrado al abrir la puerta después de tantos meses, sabes que es tuya.
El olor de caldos cocinándose mientras escribo a pocos metros, el del horno caliente mientras reviso algún libro, han sido un refugio. Recuperar platos de familia, volver a libros que tal vez no había abierto en más de una década, recorrer de nuevo la libreta de recetas que mi madre nos escribe cuando nos independizamos, llena de fórmulas que han ido pasando de generación en generación, han sido un anclaje. La cocina, en general, ha sido el centro de la poca normalidad que nos quedaba.
Es curioso, porque aunque todo ha cambiado, aunque nada nos obliga, los horarios y los rituales relacionados con la comida se han mantenido. Cocinar, sentarse a la mesa, salir a la compra, ordenar la alacena han permitido, empiezo a darme cuenta, mantener una cierta cotidianeidad que en todo lo demás ha sido -está siendo- peligrosamente frágil.
Tomar un café en casa de mis padres el día de mi cumpleaños, con distancia, mascarillas y menos tiempo del que me habría gustado, fue, después de tanto tiempo, un placer. No fue un café más, como podía haberlo sido hace un año; fue un oasis que no quería que se acabase. Como lo ha sido cada plato, cada hora de cocina, cada mantel extendido sobre la mesa.
En estos meses me han faltado amigos, sonrisas, cafés interminables con charlas sobre cualquier cosa; he añorado la calle, las carreteras, las barras de bar y los hoteles en cualquier sitio. Me ha costado mantener el ritmo y la concentración. Escribir, a veces, ha sido una tortura. Demasiadas cosas han cambiado y demasiadas cosas son inciertas. Menos la cocina. Al menos nos queda eso.