No nos gusta la nueva normalidad. No nos gusta que haya más de diez personas en un bar. No nos gusta estar en la barra de un bar y sentir que el de al lado está demasiado cerca. Nos da cosa si alguien nos roza el codo; le miramos mal, aunque sea por dentro. Lo que antes era un grupo de personas normal, y nos gustaba, ahora nos parece una multitud escandalosa, y eso ha dejado marca en nuestra forma de ser, estar y relacionarnos con los demás. Y también, claro, en el comer.
Antes sí nos gustaban las multitudes -véase cualquier fiesta celebrada en cualquier rincón de nuestro país-; es más, nos encantaba ser parte de ellas, mezclarnos entre la gente, fundirnos en abrazos; beber, comer, brindar y compartir mesas y sobremesas bajo la matemática y aplastante filosofía de "cuantos más seamos, menos pagamos". Así somos, o mejor dicho, éramos.
Porque ahora ya no, ya nada de eso nos gusta, por mucho que pidiéramos libertad, normalidad, bares, terrazas, barras, colas y reservas llenas. Nada de eso nos gusta ya, o al menos no de la misma manera, porque ahora esa matemática aplastante ha cambiado a un "cuantos más seamos, más pagamos". Más contagios, más restricciones, más cifras en negro, más miedo. Más de todo aquello que no queríamos, y menos de lo que decíamos querer.
Y la gastronomía, sin duda, es protagonista, escenario y testigo de todo aquello que antes nos gustaba y ahora no. Queríamos que los bares se llenaran, pero en el fondo somos reacios a que eso suceda de verdad. Ahora nos gustan las mesas espaciadas, los bares tranquilos y con poca gente, los camareros excesivamente cautelosos, los códigos QR, los besos a distancia y la comida a domicilio.
Todo lo contrario nos pone nerviosos, enciende nuestro propio estado de alarma mental y hace que prefiramos, por ejemplo, comernos un delivery tranquilamente en nuestras casas, con nuestras servilletas y nuestros cubiertos. Es nuestra nueva zona de confort, y como toda zona de confort, cuesta salir de ella, nos guste o no.
Tampoco nos gusta que alguien se encienda un cigarro a la mínima distancia legal permitida de las mesas de una terraza, con su respectivo "sube-baja" de mascarilla. Te sientas, te sirven la cerveza, quieres fumar. Como no se puede, te levantas, te alejas -¡nada, medio metro!-, coges tu cerveza y te fumas tranquilamente tu cigarro. No nos gusta que la gente reclame "normalidad" poniéndose la mascarilla de papada, de collar o de brazalete. Como tampoco nos gustará cuando el uso obligatorio de la misma se relaje. No nos fiaremos y seguiremos llevándola durante un tiempo, porque nos gustará sentirnos más seguros tras ella. De nuevo, una nueva zona de confort que antes no nos gustaba y ahora sí.
El disfrute gastronómico vive tiempos complejos, porque todos -quienes viven de ella y quienes la consumimos- hemos cambiado. Nuestros gustos a la hora de vivirla, saborearla y compartirla han cambiado, y ya veremos si el tiempo los sana y los coloca de nuevo en su lugar. En el origen de nuestra forma de vivir la gastronomía, que ya nada tiene que ver con el que ahora nos toca vivir. Mientras tanto, hagamos todo lo que esté en nuestra mano para ser más y pagar menos. Nos guste, o no.