Yo vivía en Málaga. Él en Barcelona. La primera vez que fui a la casa de D. en carrer de la Diputació guardaba debajo de la cama una tabla de quesos y una botella de cava. Todo era mediocre, menos la idea. Tras el saludo de la piel -dónde habías estado- las sacó con un gesto caballeroso y comimos y bebimos sin importarnos apenas.
Durante aquella semana que alcanzó los veinticinco días me llevó a los restaurantes por los que él y su reducido presupuesto se movían. Autónomos, creativos y millenials, cenamos en un japonés de Gràcia en el que el sushi aparecía de vete-a-saber-dónde en una cinta transportadora. Visitamos a ‘la Leo’ en la Barceloneta, con su Bambino y su barra incierta. Saqueamos de cócteles Spritz a uno o dos garitos del Born que no llegaron a diciembre.
Con la vida postergada leía a MFK Fisher que, desde otro verano, me contaba que en su hambre estaban reunidas tres necesidades básicas: alimento, seguridad y amor. “Están tan mezcladas, combinadas y entrelazadas que nos resulta imposible pensar directamente en una dejando a un lado las demás”, escribía en su Yo gastronómico. Y yo certificaba sus palabras en cada humilde liturgia culinaria que D. y yo compartíamos.
Cocinó para mí en varias ocasiones. D. lo hacía sin filigranas. Dominaba los básicos y saciaba mi apetito. Comíamos huevos, verduras rellenas al horno y pizzas caseras en una Barcelona que palpitaba menos que nosotros. Y yo me nutría de algo que iba más allá de las grasas, proteínas e hidratos de carbono de aquellos primeros platos que meses después, mil kilómetros al sur, se hicieron hábito.
Más adelante conquistamos mejores quesos y mesas más altas, probamos ingredientes de a lingote el kilo cuando podíamos permitírnoslo y tentamos a la suerte en nuestra cocina con recetas complicadas, pero à la mode. La ceguera de paladar de aquel verano provocada, dicen, por tener los ojos demasiado abiertos, fue diluyéndose en la costumbre. Nos alcanzó el otoño y ni siquiera nos dimos cuenta.
En cada restaurante esperábamos el paso en falso del equilibrista para verlo caer. Nos volvimos más exigentes. Nos obsesionamos con los detalles. La servilleta, la copa. La combinación de texturas, el maridaje. Las migas bajo la silla. El gesto. El tiempo verbal.
Comenzamos a pensar que no había nada más que queso mediocre en aquella tabla oculta bajo la cama. Dudé de MFK Fisher y sopesé las palabras que David Ozerski en su artículo Consider the Food Writer destinó a debatir la manera de entender la gastronomía de la escritora americana: esa, según él, “falsa búsqueda de la profundidad en un plato, de la persistencia en él del pasado y de la hermandad del hombre”. “Mis encuentros con la comida”, lanzaba Ozerski a los y las ‘fisheristas’, “no han tenido ninguna conexión con las estaciones, con el romance, con los buenos o los malos tiempos”.
De pronto, la sartén en el fuego, el niño en la escuela, hacer de comer no era otra cosa que hacer de comer. Y D. y yo, solo un hombre y una mujer sentados a la mesa.
En pleno agarrar el derrumbe, mientras fuera todo permanecía en su sitio, batimos los huevos para reproducir aquella tortilla catalana con tomate y mahonesa industrial en un pan más industrial aún que guardaba nuestras madrugadas en la playa, las películas proyectadas en el salón y los paseos en tándem - todo muy nouvelle vague- de aquella Barcelona de una década atrás construida para nosotros.
Lo sentimos por Ozerski e invocamos a Fisher: “Cuando escribo sobre el hambre, en realidad escribo sobre el amor y el hambre de amor, sobre la calidez y la necesidad y el ansia que este nos despierta”.
Y se ordenó nuestro nombre. Y el tiempo. Y nos entró un hambre feroz.