El ministro Alberto Garzón lo ha vuelto a hacer. Ha conseguido que todo un país esté hablando durante días de un tema que no era en absoluto de actualidad. No tengo muy claro si es tremendamente torpe o si, por el contrario, tiene una cualidad innata para generar debate donde no lo había. Por suerte no soy un analista político.
Lo que sí tengo claro es que el tema ha necesitado, para llegar a este punto, amplificadores muy potentes, gente que se encarga de desentrañar lo que en realidad quiso decir cuando dijo lo que dijo; gente que salva a España y a su modo de vida, a golpe de tuit y de conseguir que millones de personas se posicionen a favor o, más frecuentemente, en contra sin saber en realidad de qué se está hablando. Lo significativo, lo terriblemente significativo, es, en mi opinión, que llevamos más de una semana criticando el dedo sin ocuparnos de la luna a la que señala, si se me permite el recurso facilón.
Lo que a mí me importa más en esta cuestión, en la que hay muchos aspectos que me importan y en los que hoy no voy a entrar porque hoy no toca, es que en realidad asistimos a un debate sobre la construcción del estatus. Sobre la construcción del estatus a través de la alimentación, para ser más preciso.
Somos criaturas que trabajan, que desean y que se comunican, tal como afirma Terry Eagleton en el brillante Why Marx Was Right? Y eso nos convierte en criaturas políticas, porque la manera en la que desarrollamos nuestra existencia implica contacto y relación, explotación (de otros, de recursos naturales, de nosotros mismos…) y desigualdad y necesitamos dotar a todo ese caos de un cierto orden, algo que conseguimos a través de la política y de las representaciones simbólicas.
La política nos ayuda a generar un marco de convivencia para que podamos seguir trabajando, conviviendo y comerciando sin matarnos los unos a los otros (y aún así…), para ir puliendo detalles y afrontando nuevos retos que aparecen según vamos evolucionando y para discutir en dónde reside el bien común y buscar las formas de aproximarnos a él. La representación simbólica nos ayuda a explicar ese lío monumental y a situarnos en él.
Pero creo que será mejor que me explique un poco más, que intente exponer por qué eso es importante para un medio como este, que se ocupa de gastronomía, y para el debate de las macrogranjas que es, se supone, de lo que estábamos hablando. Aunque yo sigo defendiendo que no, que en realidad no hablamos de eso.
A la hora de integrarnos en ese entramado social que nos ha tocado, a la hora de buscar trabajo en él, de proponernos ante los demás, de establecer relaciones, de ganar dinero que nos permita vivir, lo hacemos a través de representaciones simbólicas. El arte, la música, la literatura, por ejemplo. La educación, los códigos sociales que aceptamos o desechamos. Nos ayudan a explicar el mundo, a compartirlo con otros que lo explican como nosotros y a que otros puedan ubicarnos dentro de ese caos que nos empeñamos en ordenar.
A través de cómo nos vestimos, la música que escuchamos, en qué trabajamos, con quién nos relacionamos, cómo saludamos, qué tipo de arte se hace en nuestro lugar y en nuestra época o a quién comentamos en Twitter el resto de la sociedad nos sitúa. Hay elementos que nos definen y otros que utilizamos tratando de que nos definan frente a otros. Ya que me van a poner una etiqueta, a ver si consigo, al menos, que sea una que me guste y que no me venga mal.
Por eso hay toda una serie de elementos que, aunque cotidianos, resultan particularmente simbólicos. Un coche de gama alta, por ejemplo. Una casa en tal o cual barrio, unos días de verano. No es lo mismo una semanita en Caños de Meca que en Sotogrande, en Marbella que en Benidorm. No es lo mismo escuchar a Eskorbuto o a José Manuel Soto, a Albert Pla o a Taburete. No es ni casual, ni inocente ni inofensivo.
Tampoco lo es si consumimos más o menos carne.
La carne es, junto con el pan y con el vino, quizás también con el aceite de oliva, uno de los alimentos cotidianos más cargados de connotaciones simbólicas y rituales. De la comunión a los sacrificios rituales, de la relación de las distintas religiones del libro con el cerdo a la hamburguesa como símbolo cultural. España no se libra. Y nosotros, cada uno de nosotros, tampoco.
Hay infinidad de estudios que demuestran que la carne fue un alimento excepcional para la mayoría de las culturas occidentales modernas, que lo fue al menos hasta mediados del S.XX y que sólo entonces esto empezó a cambiar. Los mismos estudios indican que el consumo de carne, y en particular de carne roja, crece exponencialmente cuando una sociedad consigue tener un mayor poder adquisitivo medio. Crece por encima de lo razonable, incluso, suponiendo un problema de salud de primer orden. Y crece porque comer carne es un símbolo y porque, por fin, ese objeto de deseo, está al alcance.
Comer carne era algo reservado a días de fiesta y, en el día a día, a familias muy pudientes. Si se consumía algo de proteína animal, además de huevos o pescado en zonas pesqueras, solían ser cortes humildes, casquería, embutidos hechos con carnes de segunda o de tercera, quizás un poco de grasa para aromatizar un guiso por lo demás vegetal. La carne era sinónimo de fiesta y de estatus.
Afortunadamente, las rentas medias han variado. La inmensa mayoría de la población, incluso las franjas con un poder adquisitivo más limitado, viven mejor que sus equivalentes de hace un siglo. Y, al mismo tiempo, la carne se ha abaratado. Por cuestiones en las que no vale la pena detenerse hoy, pero que hacen que sean más baratos determinados cortes que algunas frutas, verduras o, por supuesto, pescados.
Sin embargo, su carácter simbólico sigue ahí. Por eso, en España hemos multiplicado el consumo de carne por persona por más de 6 en apenas medio siglo. Porque podemos. Y porque nos encanta poder y que la gente sepa que podemos. No podríamos si la carne siguiese costando proporcionalmente lo que costaba entonces, pero podemos, que es lo que importa.
Y esto, en principio, es una buena noticia. Lo malo es que nos pasamos de frenada, que consumimos más del doble del máximo recomendado por la OMS. Casi el triple si nos centramos en carnes rojas, y que eso tiene consecuencias en nuestra salud. Pero esto tampoco es una rareza. Todas las sociedades en vías de desarrollo económico lo hacen, como apuntan esos estudios. Y España, en esto, presenta todos los síntomas de una sociedad en vías de desarrollo.
Una vez que se alcanza determinado nivel económico, un nivel que hace que una parte importante de la sociedad tenga solucionadas sus necesidades básicas y que todos los que estén a su alrededor lo sepan porque están en la misma situación, esa necesidad de comer carne, de saciar el hambre acumulada durante generaciones, de afianzar estatus, de que los demás vean que podemos permitírnoslo, empieza a suavizarse. No tenemos que afianzar nada, porque ya está afianzado. Y, entonces, el consumo de carne empieza a moderarse, porque el estatus, que hay que seguir demostrando, se exhibe por otros medios.
Por eso el hecho de que alguien insinúe que deberíamos comer menos carne nos agrede. Porque cuestiona todo lo que nos habían contado, porque pone en entredicho nuestras certezas y porque, si no demostramos de esa manera a los demás -y a nosotros mismos- que podemos permitírnoslo, ¿cómo vamos a hacerlo?
Es lo mismo que pasa con las gulas, ¿por qué se venden más y más caro que cualquier otro tipo de surimi? Por el estatus que otorga psicológicamente esa cosa que, más o menos de lejos, puede evocar la idea de unas angulas. ¿Por qué el aceite sintético de trufa triunfa en cualquier restaurante de barrio? Por lo mismo que preferimos (en general, con lo que tienen de peligroso estas generalizaciones) un mal queso con trufa, aunque sea en cantidades homeopáticas, que un buen queso sin ella; por lo mismo que preferimos un mal panettone que un estupendo dulce tradicional artesano. Por lo mismo que los supermercados discount se llenan, en navidades, de productos que nos den una falsa sensación de estatus: paté de foie, cosas trufadas, pimienta rosa para la ginebra…
Por lo mismo, aunque en el sentido inverso, por lo que no conseguimos que cuajen los pescados azules de bajura, los panes morenos, las legumbres o determinada casquería. En nuestro imaginario, parece, siguen asociados a penuria económica, a necesidad. A cosas, aún muy recientes, que no nos gusta que nos recuerden.
La carne nos reafirma en que ya no vivimos en la España del hambre, en que hemos llegado a otro lugar. En que podemos. La carne nos conforta, nos demuestra que tal vez nos cueste llegar a fin de mes, pero, oye, al menos podemos comer filetes todos los días. Da igual que esos filetes ya no sean lo que los filetes solían ser, que su producción implique cosas muy feas y que su consumo en exceso nos haga mucho daño, como individuos, como sociedad y como ecosistema. Da igual, porque, en lo más hondo, significan mucho.
Por eso, cuando alguien insinúa que eso no está bien, nos tiembla el suelo bajo los pies y nos enrocamos. Por eso el debate, en este caso, no tiene nada que ver con el bienestar animal, con la salud de nuestros acuíferos o con nada que se parezca a esos temas. Por eso buscamos subterfugios para escudarnos en la izquierda caviar, los gulags, los veganos o Bill Gates y George Soros. Nos da igual. Nos vale lo que sea para tratar de no desprendernos de nuestras certezas.
Estos días estamos debatiendo algo mucho más profundo que la producción ganadera intensiva, algo que habla de nosotros de una forma mucho más íntima y que nos define, dentro de esa red de relaciones simbólicas, de una manera mucho más directa. Lo que ocurre, me temo, es que aún no nos hemos dado cuenta.