Sucede que un día te despiertas, y sin previo aviso, ya no están. Se han esfumado y no entiendes nada. Te asustas, porque desde que naciste te han acompañado, durante cada segundo de tu vida, aunque tú no los valoraras o dieras por hecho que los merecías. Lo peor, que no sabes si volverán o si tendrás que aprender a vivir sin ellos el resto de tu vida. Como un daño colateral -posiblemente sin retorno- de no se sabe qué.
La vida es así, así de puta, tan puta que sin motivo alguno va dejando caer a su antojo grandes y pequeños daños colaterales, al tuntún, sin pensar. Y resulta que este fue el tuyo, desde aquella mañana y durante dos (largos) meses. Dos meses en los que ni tu lengua ni tu nariz funcionan como deberían, en los que ni hueles ni saboreas, nada, ni la comida ni la vida.
Comer te importa entre poco y nada; tampoco si tienes hambre o no, porque para ti comer significa algo más que alimentarte. Lo mismo te da si muerdes un ajo o una cebolla sin pestañear, ni encuentras el sentido a irte a comer a un restaurante o a hacer la compra. Qué más da. No le pones amor a la cocina porque sabes que ella, sin ser culpable, no te va a ser correspondida.
Simplemente te das cuenta de cómo de inmenso es el espacio que ocupan en tu vida esas pequeñas cosas que se palpan, se cocinan, se huelen, se saborean, se relamen, se comparten, se gozan. Y no hablo de la comida, que también, sino de todo lo que ésta es capaz de abarcar más allá de tus papilas, ahora víctimas de ese maldito daño colateral.
Pero sucede que un día te despiertas, y sin previo aviso, ahí están. De vuelta. Dándote la bienvenida mientras tu cafetera italiana despide ese vapor que tan vacío de significado había estado las 62 mañanas anteriores. Pero esta vez no, has notado algo, has olido algo, has olido a café, a café recién hecho, no estás loca. O sí. Abres todas las especias y botes de tu cocina y hueles, no mucho, pero hueles. Cierras los ojos -que lloran- y ahí está: es canela, comino, esto es cúrcuma, salsa de tomate y esto chocolate. Lloras -chocolate, felicidad, placer-, llamas a tu madre para darle la noticia y, mientras lloráis de alegría, ella te recuerda algo que antes no creías: que nada es para siempre, que si confías todo termina pasando. El gusto, por cierto, tardó más en llegar, pero llegó.
Pues todo esto, que pasó hace ya cuatro años, no fue más que el daño colateral de un virus. No se llamaba coronavirus, ni siquiera recuerdo que tuviera nombre. Era un virus mucho menos mediático y aplastante que el que tenemos ahora encima, por supuesto, pero que en aquel momento fue el mío, y para mí inmenso.
Aquel virus sin nombre se fue, y desde esa mañana, todo me huele y me sabe mejor. A más verdad, a café de verdad, a comida en familia de verdad, a cañas con amigos de verdad, a desayunos en pareja de verdad. No me doy cuenta, pero es así. Y de la misma manera que aquel virus se fue, también lo hará este, dejándonos como recompensa éstas y otras lecciones de vida. Haciéndonos oler y saborear lo que de verdad importa. Tampoco nos daremos cuenta, pero será así.
En aquel momento, mi olfato me decía que todo debía ir bien; mi gusto, que todavía me quedaba mucho picante por probar. Pero entonces no sabía si fiarme de ellos, no estaban muy habladores. Ahora, que los daños colaterales son a otra escala, yo sigo esperando una señal que huela y sepa tan bien como aquel primer café.