El pasado mes de febrero me fui de retiro. Creo que no es la primera que vez que lo cuento por aquí, aunque a retiros he ido ya a unos cuantos. Todos relacionados con el yoga principalmente, con la naturaleza, la desconexión, el no wifi, el conocer gente nueva, el soltar, llorar y reír y el comer a mesa puesta un tipo de cocina -se supone- éticamente deliciosa.
Este en concreto prometía ser uno de los mejores, por el entorno y por el complejo del que nos habían hablado maravillas, un hotel rural ubicado en Castellón, perdido de la mano de la montaña y envuelto en un aire purísimo que hacía tiempo que no respiraba. Matizo: hotel no, “ecohotel gastronómico”, como ellos mismos se definen. Ponle la coletilla “eco” a todo aquello que quieras vender, y voilà, ahí tendrás a un séquito de ecoyoguis a tus ecopies. Nos habían hablado tan bien de ese lugar que nuestras expectativas, claro, eran tan altas como las montañas nevadas que nos rodeaban. Lo primero que nos encontramos al llegar fue un huerto ecológico dentro del propio complejo, bastante grande y del que me quedé prendada pensando que de ahí saldría mi desayuno del día siguiente. Kilómetro cero, cero. Eco, eco. “Cada día seleccionamos frutas y verduras de temporada de nuestro huerto ecológico, situado a pocos metros del restaurante. Naturaleza en estado puro. Un paraíso autóctono”, decían en su web.
Para ver el huerto en detalle me cogí de la manita de una de mis compañeras y gran amiga para que me explicara todo bien. Ella, porque le apasiona todo lo agroecológico y ha estudiado sobre ello, porque se sigue formando por y para ella misma y porque desde hace años tiene su propio huerto ecológico al que acude cada día para dedicarle horas y mimos. De él se alimenta, y como se da el caso de que compartimos nevera desde hace unos meses, pues yo también. Suertuda yo, la verdad.
Hacía frío, mucho frío, y ahí estábamos adorando ese ecohuerto. Me hablaba de la estacionalidad de los alimentos, de qué tipo de tierra, mimo, agua y cuidados necesita cada semilla. De cuándo se plantan, de cuándo se recogen, de porqué esta variedad no se puede plantar junto a aquella otra porque no se llevan bien, de qué les pasa a unas con el frío, la lluvia, la humedad, el sol… Yo la escuchaba mientras tocaba las hojas, cogía con delicadeza algunos diminutos frutos y otros ya bien creciditos, acercaba mi nariz para inhalarlo todo e intentaba adivinar (bastante torpemente) el nombre de algunas hojas verdes. Vamos, que me faltó hacerme un selfie.
Pero no, porque un buen gazapo se hubiese colado en la foto. ¿Pepinos y tomates en pleno mes de febrero? En ese momento, y a punto de disparar mi ecoselfie, fue cuando mi amiga puso punto final a la magia. Ups. Yo ni siquiera había caído en ello, la verdad, porque las gafas con las que miraba estaban empañadas por el desayuno del día siguiente, las comidas y las cenas que nos iban a servir recién sacadas del huerto. No es nada nuevo. Ese trilladísimo eslogan comercial que tantos restaurantes, chefs y hoteles llevan por bandera, lo del kilómetro cero, los productos locales, la sostenibilidad, lo ecológico, los productos de temporada. ¿De qué temporada? ¿Era eso una especie de huerto ecológico outlet?
Al día siguiente, llegamos al desayuno y ahí estaba todo. Tés, infusiones, bebidas vegetales varias y café (café ecológico del mercado justo, nos dijeron) al que me lanzo directa. En la mesa, tostadas de pan de masa madre, buenísimo. Fruta ¿de temporada? variada (mandarinas, peras y algún kiwi tan duro como el florero que adornaba el centro de la mesa), tortilla de patatas, mini bizcochos de chocolate y ellos, los protas de ese hermoso huerto: el pepino servido en finas láminas y los tomates hechos puré con su AOVE y su puntito de sal. Mi amiga ponía caras y yo pensaba con qué me armaba la tostada. ¿Con tomate y pepino? ¿No es un poco raro? Mientras, lo que ahí fuera estaba pasando era una buena rasca unida a una humedad y una niebla que se podían cortar con tijeras. Y yo pensaba en que las frutas y verduras veraniegas que estaban a la intemperie no lo debían de estar pasando nada bien. Pero ahí estaban sobre la mesa, el pepino en carpaccio y los tomates recién exprimidos.
Las comidas y las cenas fueron tres cuartos de lo mismo, destacando tres vegetales que estuvieron presentes en casi todas las elaboraciones, solo que camuflados de diferente manera. El pimiento rojo, el verde y el calabacín. De guarnición, en un arroz, como acompañamiento de unas hamburguesas veganas “caseras” (primera y última vez que me como una beyond meat, por cierto), como relleno de unas empanadillas, asadas en una coca, etc. Pimientos y calabacín hasta en la sopa, todo el rato. ¿Dónde estaban los productos de temporada? Ni rastro de boniatos, de calabaza, de coliflor o de alcachofas, qué sé yo.
No dijimos nada y el resto de compañeros parecían felices con su pepino mañanero, ese outlet cobrado a precio de oro, también te digo. Yo lo dejé a un lado, ya no sé si por despecho, porque el gazpacho lo prefiero en verano o porque simplemente me apetecía más tortilla con pan y un buen ecocafé. El complejo precioso y el servicio de diez, que una cosa no quita la otra.