Comemos mejor que nunca. Es una afirmación que solemos encontrar en medios como reacción a noticias, muchas veces sensacionalistas, sobre el auge de la comida rápida o de otras tendencias similares.
Y es cierto, aunque sea una verdad a medias. Comemos mejor que nunca en el sentido de que nunca antes tanta gente había tenido acceso a tanta variedad de comida salubre. Sin embargo, las enfermedades y los fallecimientos relacionados con hábitos alimentarios crecen, al menos en nuestro entorno. Es difícil conciliar esas dos realidades sin asumir que la afirmación inicial es al menos parcialmente falsa. Podemos agravar un poco más el conflicto dialéctico y decir que, al mismo tiempo, también es verdad que nunca antes en la historia tanta gente había muerto de hambre o había sufrido malnutrición crónica. Lo de que comemos mejor que nunca se ve, así, desde una nueva y tétrica perspectiva.
Y esto, a su vez, no deja de ser solamente una parte de la realidad. Una parte importante, ya que se relaciona con la salud y con el acceso universal (universal en nuestro universo, se entiende) a una alimentación suficientemente segura. Al mismo tiempo, sin embargo, la accesibilidad a determinados alimentos disminuye, los sucedáneos de todo tipo y la homogeneización se van adueñando de los lineales del supermercado y nuestra educación en cuestiones alimentarias no parece mejorar significativamente.
Los índices de enfermedades coronarias, de obesidad infantil, las informaciones, aunque en ocasiones cueste ponerle ese calificativo, sobre riesgos supuestos o reales de nuestro día a día proliferan como nunca hasta ahora. Los horrores del gluten, los superalimentos, las virtudes de la quinoa. ¿Ya no se habla de las bayas de goji? Sí, es cierto, en parte, que quizás sean cuestiones a las que haya que prestar atención. También lo son los tres combinados que te tomas un domingo de sobremesa en una terraza y nadie pone todas las alarmas en marcha.
Muchos, demasiados vectores que parecen apuntar en otras direcciones y que impiden, creo, afirmar de manera categórica que comamos mejor que nunca. Comemos más (algunos), hay más gente que puede cubrir sus necesidades alimentarias básicas, es verdad. Y sin embargo, al menos en nuestra parte del mundo, no creo que comamos mejor.
Comer mejor significaría, en mi opinión, que nuestro tejido productivo no necesitase de mano de obra ilegal, de poblados chabolistas de inmigrantes, de jornadas interminables con sueldos de miseria; de esperar en la plaza del pueblo a ver si algún capataz necesita hoy manos a cambio de cuatro duros. Comer mejor debería implicar que no hubiese que traer temporeros del otro lado de Europa, en un país con un índice elevadísimo de desempleo, porque aquí nadie quiere hacer ese trabajo, en esas condiciones y a ese precio. Querría decir, quizás, que no podemos tener tomates a 80 céntimos el kilo en cualquier momento del año ni pan a 40 céntimos en la gasolinera 24 horas al día. Y eso no está ocurriendo.
Comer mejor significaría que sabemos leer etiquetas o que entendemos qué estamos comprando. Querría decir, también, que abandonamos esa idea de la comida como marcador de estatus, como algo aspiracional sujeto a modas y a los designios de los ricos y famosos.
Ayer fui a un supermercado al que no suelo ir. Uno de esa cadena española de grandes almacenes un tanto venida a menos en los últimos años. Uno esperaría que en un supermercado que se postula como un comercio de gama alta, con una selección cuidada, un supermercado, incluso, que patrocina ese famoso programa de cocina (o algo) en la televisión. ¿Qué más aval de calidad necesitamos que ese? Si la selección fuese, efectivamente, de calidad.
Y tal vez lo es. Quizás lo que deberíamos es cuestionarnos los conceptos de calidad y de gama alta para conseguir que la cosa tenga sentido. O entender que hay varios conceptos de calidad posibles y que el mío no es el mismo, evidentemente, que el de esa cadena de supermercados de la que usted me habla.
Hay una idea de calidad, parece, relacionada con la ostentación. Hay otra relativa a la emulación. Hay una tercera marcada por la aspiración. Ninguna de ellas tiene que ver con mi concepto de la calidad, que sería una cuarta opción. Y las tres primeras se han hecho fuertes en este supermercado, a la vez y combinadas entre sí en un infinito de posibilidades.
En la sección de quesos no hay demasiada oferta si buscamos pequeños productores artesanos. Hay, sin embargo, toda una panoplia de quesos con saborines -de la trufa al ajo negro- que hacen inútil cualquier esfuerzo del elaborador en conseguir una masa elegante, bien trabajada o con personalidad. El conjunto sabrá, necesaria y exclusivamente, a una mezcla del saborizante en cuestión y añejo. Eso sí, será un conjunto inusual, lo cual no quiere decir que sea mejor, ni siquiera bueno, pero a ojos de alguien está claro que eso lo convierte en más deseable; será especial porque es distinto y lleva productos, al menos en teoría, que denotan un cierto estatus. Y será caro. Carísimo. Ese 2% de trufa consigue que el queso, mágicamente, pase a costar quizás un 30% y sin que nadie se despeine.
Sigamos con la trufa, que es un tema que me fascina. Hay poca, si hablamos de trufa de verdad, de calidad y en su punto. Es cierto que en los últimos años ha proliferado su cultivo convirtiendo a España en una potencia. En una potencia en la trufa de cultivo. Y es verdad que esto ha llevado a una mayor disponibilidad del producto, de cultivo, insisto, barriendo los límites de una estricta temporalidad y poniendo en ocasiones en el mercado piezas aún verdes, sin aroma, alejadas de las características que dotaron al producto del rango mítico que ostenta. Y si estamos fuera de temporada, no importa, que las traemos cultivadas y de Australia, puede que incluso congeladas, para que puedas sentirte especial también en agosto.
Hablo de ese halo mítico de la trufa -pobriña, qué culpa tendrá ella- porque es clave en este caso, porque es el que justifica la fiebre, el exceso y la pérdida de calidad. Todo el mundo quiere trufa, porque se supone que la trufa es buena. Aunque eso lleve a una banalización, aunque suponga inundar el mercado de piezas de segunda o de tercera, cualquier gastrobar de barrio tiene trufa con todo. Hasta sobre las gulas, que ya son ganas.
Incluso tú, ciudadano medio, en tu casa en un barrio medio, con tu sueldo medio, puedes tener una trufa si lo deseas. Una trufa media, también, tampoco vayamos a volvernos locos. Sale bien en la foto para Instagram, eso sí. Puedes encargarla en temporada (que ahora dura ya medio año) o, si no estás dispuesto a gastarte tanto pero quieres sentirte especial aún así, ese supermercado de calidad del que venimos hablando tiene una solución para ti.
Ayer, en mi visita, que parafraseando a Mercedes Milá tenía un interés sociológico, encontré trufa. Trufa en polvo a apenas 4€. Una ganga. No se siente especial el que no quiere. A 4€ el bote, porque el kilo salía a 160.
4€ por sentirme especial poniendo trufa en todo: en la pasta, en arroces, en langostinos (congelados), en menestras. En huevos fritos. Los huevos fritos cotidianos convertidos en algo especial, de más categoría, por supuesto; gourmet, hasta foodie si me apuras, que supongo que eso es lo máximo, gracias a unos polvos mágicos. Como ejemplo de la España aspiracional me gustaban más aquellos bombones de baratillo que el mayordomo del embajador le ofrecía a una señora vestida de dorado en una recepción en una casa, a su vez llena también de brillos y dorados, en los también muy aspiracionales años 80, pero como espejo implacable de la realidad contemporánea estos huevos con cosas son mucho más explícitos.
Un puñado de euros por la magia. No está mal. La etiqueta me devuelve, sin embargo, a la realidad y a este supermercado de resonancia importante. El ingrediente principal es la harina de algarroba. El siguiente es el champiñón deshidratado. Hay un 1% de trufa, de Tuber Aestivum, concretamente. Estás pagando 4€ por 20 gramos de harina de un producto que ni te pararías a recoger en un paseo por el campo. Sazonado, eso sí, con un poco de champiñón. Y 200 miligramos de trufa de segunda, que la dosis homeopática del objeto de deseo es la que da sentido al sinsentido.
Voy saliendo. Paso por una estantería en la que hay burrata trufada. ¿Qué demonios nos pasa con la trufa? Más allá hay todo un lineal de gulas. Ninguna baja de 28€/kg. Pienso en el pescado fresco que se puede comprar por ese dinero y no acabo de ver en qué punto encaja eso con la idea de que comemos mejor que nunca.
Hay muchos aguacates, eso sí. Hay fruta de la pasión, pasta de colores, todo un despliegue de langostinos y gambones congelados, el marisco que nos hace sentir especiales a sólo 7.90€ el kilo. Y las salsas de un conocido cocinero a cuyo restaurante tal vez no te puedas permitir ir pero que, por mucho menos, te harán sentir un poco como si hubieras estado allí. O casi. Porque tú también eres especial y te lo mereces. Y así, de paso, pruebas el yuzu. O el concentrado de yuzu. Que no eres nadie si no has probado el yuzu.
En la caja, mientras pago -yo venía solamente a por eneldo y casi salgo con tema para una tesis- veo que en ese expositor final, en el de la compra por impulso en el último momento, hay todo tipo de gominolas. Creo que son las mismas que ponen en cualquier terraza junto con el gintonic de sobremesa para que pueda sentarme, relajarme y preocuparme por los cinco venenos blancos entre sorbo y sorbo desde la tranquilidad que da saber que aquí se come mejor que nunca. Y que ese momento mágico de autoconsciencia como consumidor privilegiado sólo podría mejorar con un poco de trufa en el gintonic y una tapita de gulas. Con trufa, claro. La duda ofende.