Después de algunos meses, vuelvo a estas cocinas. De la misma manera que, después de algunos años, he vuelto a las cocinas que me vieron nacer, crecer y ¿finalmente? partir. Y mientras vuelves, una misma se sorprende al descubrir que nada ha cambiado; que por mucho que hayan pasado cerca de 10 años, todo sigue exactamente como antes. Eres tú, en cambio, la que ha dado millones de vueltas hasta desencadenar un giro de guion totalmente inesperado; el de encontrarte cara a cara con esa cocina que de niña te parecía gigantesca y que ahora te asfixia por los cuatro costados.
La asfixia al comprobar, uno a uno, que cada estante está ocupado exactamente por los mismos ingredientes de siempre. Que cada producto tiene su lugar y no otro. Que cada vaso tiene un dueño irremplazable. Que están los platos pequeños, los medianos, los hondos, los grandes y los muy grandes, estos últimos los de papá. Las tazas, exactamente las mismas, siguen teniendo su rol. Intactas, por cierto, sobreviven a años y años de cafés, tertulias mañaneras y madrugones. Porque esas son las tazas grandes; también, una para mamá (la transparente y de asa grande) y otra la de papá (la que tiene una bicicleta dibujada junto a un simpático “the best dad”). Ellas sobreviven, pero la hostia continúa al ver que la tuya también está ahí, al fondo del armario, pero está. Donde los vasos que nunca se gastan, pero… ¿Y si? Mamá nunca descartó que alguna mañana pudieras o quisieras volver a desayunar con ella y con tu taza. Hablando de vuestro café favorito o sobre qué soléis desayunar cada día. Entonces la rescatas -sin necesidad de auparte ya con ese taburete oxidado-, te haces un café, y otro, y otro… Y te asfixias.
Las ollas, las cazuelas, los tuppers ordenados de mayor a menor tamaño son odiosamente los mismos. La bolsa del pan está ahí, impoluta. Cuelga del mismo gancho desde hace 10 años y la miras y te sientes de repente también un poco así, como ella.
Pero de repente, un día, intentas que los recuerdos lleven a tu olfato, a tu gusto y a tus recuerdos culinarios a un lugar mucho más agradable. Resuelves tantos y tantos desayunos pendientes con tu madre y sobremesas con tu padre y te ves de nuevo allí envuelta en guisos calentitos, en esos “come-hija” o “que-quieres-de-postre” que tanto habías olvidado, y te sientes sanar un poco. Destensas un poco la cuerda y cierras los ojos cuando tu madre le arranca una sonrisa a tu paladar cocinándole su plato favorito. Y te lo sirve en el plato de los días especiales con la cuchara sopera menos grande de todas. Ésa era la mía y lo es todavía, como la taza y mi taburete.
Te vuelves amable con tu memoria culinaria, con tu memoria de hogar. Con todo lo que esa cocina (más allá del espacio físico) ha hecho en ti. Porque la cocina es hogar, el lugar donde se cocina todo el amor que ahora vuelve a recibirte, a alimentarte y a arroparte de manera incondicional, como si para ella no hubieran pasado los años. Y de repente, todos esos detalles ya no te asfixian, sino que te abrazan.
Descubres que la cocina merece un puesto mucho más relevante en tu vida del que quizás le habías estado dando durante estos años. Ves, por ejemplo, que la cocina de aprovechamiento es mucho más de lo que tú creías practicar. Que lo de “aquí no se tira nada” es literalmente real cuando lo dice una madre, y ridículamente falso cuando lo decías tú. Que tienes mucho de lo que aprender y mucho que saborear todavía de esa cocina para que, al partir de nuevo, te sientas en paz con ella.
Arropada, bien alimentada, sanada. Con un sabor de boca final que bien merece la pena y que demuestra que segundas partes, a veces, sí son buenas.